Primero fueron 14 años difíciles, en un matrimonio que empezó chueco y terminó peor. Luego, un año de miseria, con un divorcio tropezado.
Mi plan de vida no incluía divorciarme, pero a falta de un consenso para enrumbar nuestro proyecto conjunto, ambos nos resignamos a que era mejor seguir caminos separados. Esta no fue una decisión que tomé a la ligera ni fue una intervención indolora. Me casé enamorada. Amaba a mi esposo. Por años traté de contener con mis dos manos un dique de problemas que amenazaba con venírseme encima.
Pero, tanto tiempo de estar expuesta a su mal carácter, abuso emocional, indiferencia e infidelidades, fueron corroyendo como polilla la fibra delicada que envolvía mi alma y dejó expuesta, si no a una diabla enojada, sí a una mujer transmutada. Es cierto lo que dicen las abuelas: “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Finalmente, mi dolor era mayor al miedo que tuve por años a divorciarme.
Mi espíritu estaba como un litro de Coca-Cola, agitado dentro del envase y contenido por una pequeña tapa. Girarla apenitas fue suficiente para que estallara hacia todos lados.
A pesar de todo, cuando firmamos los papeles, bajaron las aguas y nos deseamos buena suerte; mi intención era mantener una relación cordial. No porque pensara que hubiera algo rescatable entre nosotros dos, sino por mis tres hijos. Pero en algún punto sobre este marchar empedrado caí en la cuenta. Si no estaba dispuesta a seguir aguantando sus arrebatos cuando estábamos casados, ¿cuál era la idea de tolerarlo divorciada?
Los problemas que tuvimos de casados no desaparecieron con el acta del divorcio. Cada vez que me escribía por Whatsapp terminábamos discutiendo furiosamente sobre el teclado. Decidí bloquearlo. Dejé de tomarle las llamadas y consultarle temas pertinentes a nuestros hijos. ¿Para qué?
Necesito estar bien. Debo cuidar mi bienestar emocional que por tantos años estuvo apaleado. Le huyo a las confrontaciones y a cualquier situación que me quite la paz. No soy egoísta -y si lo fuera, ¿cuál es el problema?-. Mis hijos necesitan una mamá que esté bien. Esa es mi prioridad.
A veces me entero del surtido de problemas que le han ido cayendo a mi ex, que van desde laborales, de salud y hasta familiares. Cuando antes era yo quien lo ayudaba, ya no es mi lugar asistirlo ni rescatarlo. Esos tiempos quedaron atrás; él no es mi proyecto social.