Cuando me divorcié mi abogado me dijo que, si mi ex marido no quería salir de la casa, no tenía que hacerlo. Obviamente, él decía que había invertido mucho en su casa como para irse. Podíamos pelear y liquidar los bienes, pero yo no quería eso. Me dejaría con más deudas y con una situación más precaria de la que ya tenía.

Estaba embarcada. Él era independiente, y en su momento, yo saqué las hipotecas, pues financieramente era lo mejor. Ahora no podía pedir ningún préstamo, pues tenía mi capacidad de endeudamiento comprometida.

Había vivido en el cuarto de visitas por un año antes de divorciarme legalmente. Luego de firmar los papeles, y sabiendo que él no iba a mover un dedo para irse, le dije que me mudaría una vez terminara la escuela y pasaran las fiestas de fin de año.

Yo no quería vivir más con él; no me respetaba ni como mujer, ni como mamá, ni como ser humano. En varias ocasiones había tenido relaciones sexuales conmigo sin mi consentimiento, alegando que si me daba una pensión, tenía derecho de hacerlo. Nunca lo llevé a un juzgado pensando en mis hijos, y en cómo podía decirles que su papá había actuado así.

Recuerdo que invitaba amigos en común a la casa, y cuando se iban, dejaban todo como si fuera martes de Carnaval, esperando que la señora que cuidaba a los niños limpiara al día siguiente, o que lo hiciera yo, o simplemente sabía lo que a mí me molestaba tal desorden.

Dos meses luego de haberme ido de mi casa, de donde solo saqué mi ropa y dos otomanes, él llegó donde mis padres con un cartucho lleno de libros y una foto mía que había dejado en el cuarto de visitas donde yo dormía. Se lo entregó a mis hijos para que me lo dieran a mí. Me llené de más odio del que ya sentía por él. Lo llamé y le dije: “¿Para qué me lo devuelves, si esa es mi casa? Para que sepas, todo esto va a volver a su lugar original”. Él, con una sonrisa que no vi, pero escuché por su tono de voz, dijo: “Pensé que lo necesitabas”.

Ahí me di cuenta de que yo no iba a regresar nada. Él no merecía ni mi odio. Arreglé mis cosas como pude en casa de mis padres y seguí mi vida. Luego de eso, en una cita con mi psicóloga, le conté eso. Increíblemente, yo todavía me cuestionaba si había tomado la decisión correcta. Ella me pidió hacer una lista de las cosas que extrañaba: todo lo que me hacía falta de aquella vida eran cosas materiales. Hacía muchos años que esa relación se había roto; yo estaba rota, y él no era el lugar en donde me curaría. Por el contrario, a su lado seguiría enfermando.

Aún estoy trabajando en resolver lo de las hipotecas, vivo con mis padres y el tema económico es un hilo delgado porque, además de todo, tenemos problemas con la pensión establecida. Pero vivir sin él me da paz y eso tiene más peso que dos hipotecas, un carro y todo lo que ahora dejé de tener.

No hay nada físico, mental, espiritual o sentimental que pueda extrañar de él. Me liberé, me puse como prioridad. Ya vendrán tiempos mejores.

¿Que si me arrepiento de haberme casado con él? Pues no, porque jamás sería la mujer que soy hoy, esa que sabe lo que no quiere más en su vida.