Mis hijos tenían dos y cinco años cuando me divorcié de su papá. A pesar de que toda la situación fue difícil, siempre sentí que se adaptaron al cambio.
Por supuesto, tuvieron la etapa de las preguntas: “¿Dónde está papa?” y “¿Por qué se fue?”, a las que respondí con una verdad que pudieran entender de acuerdo a su edad.
Aunque el dolor y la rabia me acompañaron por meses, nunca le negué a él que compartiera con los niños, precisamente para no amplificar ese sentimiento de pérdida. Me esforcé por dejarle claro a mis hijos que, aunque su padre no viviera con nosotros, ellos pertenecían a una familia.
Por mi parte sentí que mi duelo fue rápido, ya que me enfoqué en el trabajo y nuevos proyectos. También me ayudó contar con el apoyo de un gran grupo de amigas y mi familia. Pero la realidad es que también tenía días donde me sentía deprimida y prefería no compartir mis emociones.
Una de mis hermanas me recomendó ir a donde un coach de familia para conversar y que me ayudara a aprender de qué manera podía guiar a mis hijos en todo este proceso a largo plazo.
Una de las cosas que me dijo la especialista es que las necesidades emocionales y psicológicas de los niños cambian al crecer, y aunque ahora mismo ellos parecían estar tranquilos y felices, había que estar pendientes, porque con los años podrían presentar características de depresión y ansiedad.
Hace unos meses me sorprendí cuando la psicóloga de la escuela de mi hijo más chiquito me llamó para conversar sobre el comportamiento retraído y falta de concentración de mi niño.
Luego de conversar conmigo y enumerarme algunas características, todo apuntaba a que padecía ansiedad infantil, ya que se sentía rechazado y diferente en la escuela. El impacto para mí fue grande ya que yo juraba que si algo así llegara a ocurrir, me iba a dar de cuenta, y pues no. No supe ver esas señales que indicaban que uno de mis hijos necesitaba ayuda, precisamente porque en casa todo parecía normal.
Decidí empezar un tratamiento psicológico en familia, ya que este tema nos afecta a todos y somos un equipo. Han pasado cinco meses desde que vamos y el cambio para la familia, sobre todo para mi niño más chiquito, es más que evidente.
Un tic nervioso que tenía desapareció y las maestras me dicen que su participación en clases ha mejorado. En casa está más abierto a conversar sobre sus emociones.
Decir públicamente que vamos al psicólogo no me hace sentir muy cómoda, precisamente porque vivimos con el tabú de que hablar de depresión y ansiedad es indicativo de que hay algo malo en uno.
Pero mi experiencia me enseñó a no temer aceptar que hay situaciones sociales y emocionales que no podemos controlar y que lo más saludable es pedir ayuda a un profesional.
Aprendí que para que mis hijos estén bien, primero mamá debe estar bien.