Llevaba dos años saliendo con una persona que conocí en la universidad cuando quedé embarazada. Se lo dije, y aunque fue una sorpresa inesperada, él me poyó y decidimos casarnos.

Hasta ese momento mi futuro esposo vivía con su madre y yo sabía que el hecho de alejarse de ella no era fácil. Por eso acepté cuando mi suegra nos propuso hacer una casa al lado de la suya, en un terreno que nos cedía. Los dos me vendieron la idea de que, como era al lado y no con ella, tendríamos total privacidad y respeto.

El problema principal no fue ella, sino él. Mi esposo nunca se quitó el chip de hombre soltero que vivía con mamá. Nuestra casa prácticamente la utilizaba solo para dormir. Recuerdo que en broma le decía que solo venía a hacerme la “visita conyugal”.

Las primeras discusiones que tuvimos fueron por el hecho de que él prefería comer con su mamá todos los días, al salir del trabajo, que conmigo y nuestra bebé. Cuando se lo reprochaba, me decía que tenía que aceptarlo, porque ya estaba acostumbrado a esa rutina y le gustaba más la comida de ella.

Más de una vez me dejó plantada en nuestra propia casa y con la cena fría porque seguía con la mentalidad de que su hogar era el de su mamá y no el nuestro.

La primera pelea titánica que tuvimos fue cuando me enteré que le dio a su madre el bono completo de Navidad. Jamás me hubiera opuesto a que le diéramos una parte, pero la prioridad eran los gastos de nuestra hija, no los de ella. Aparte, no teníamos salidas ni decisiones donde la suegra no estuviera incluida.

Un día me di de cuenta que faltaba ropa y artículos personales de mi esposo. Le pregunté, y su respuesta me dejó fría. “Están en mi casa, dónde más”, respondió con cara de enojo. Las cosas empeoraron cuando ya no solo se bañaba, desayunaba y cenaba allá, sino que ahora se quedaba durmiendo porque su cama le gustaba más y la niña no lo dejaba dormir. La paternidad lo abrumaba mucho y del otro lado conseguía paz.

Estaba casada, pero me sentía como madre soltera. Mi hija y yo estábamos abandonadas y él no lo entendía. No me molestaba que cuidara y amara a su mamá, sino que no aceptara que ahora nosotras éramos su principal familia.

Todo estalló el día que en medio de una fuerte discusión, donde yo trataba de explicarle que él tenía un serio problema al no querer cortar el cordón umbilical, me gritó que jamás nadie iba a ocupar el lugar de su madre, ni siquiera su propia hija. Y que yo lo podía dejar o darle la sorpresa que la niña no era suya. Me sentí ofendida. Pero le di la razón en algo: Yo lo podía dejar, y decidí irme.

Recibí muchísimas críticas de parte de mi suegra, porque estaba “destruyendo un hogar”. ¿Qué hogar, señora? Porque nunca tuve uno con su hijo, le dije. La única diferencia es que la casa de al lado ahora está vacía.

En mi cabeza sigue la duda de qué habría pasado si desde el principio hubiéramos hecho las cosas de otra manera. ¿Siguiéramos juntos o de todas formas, aunque lejos de su madre, él se comportaría de la misma manera inmadura?

Tres años después de esta historia, hay algo que aprendí muy bien. La persona que inventó la frase: “El casado, casa quiere”, era muy sabia.