Estoy en una clase virtual. Soy una alumna. Cuando nos reunimos escucho las voces de algunos, más que de otros. Me entretengo, a veces, mirando las fotos que mis compañeros han puesto en su perfil. Puedo reconocer Bambito, Isla Iguana y ¿ese es el puerto de Balboa?

Mientras la profesora presenta su power point me siento tentada por ir a poner una carga de ropa en la lavadora, hace buen sol afuera. También pienso en poner el arroz.

Si viera a alguno de mis profesores en la calle estoy bastante segura de que no los reconocería, menos ellos a mí.

Cuando hice mi especialidad en periodismo en salud tenía que ir todos los viernes en la noche a la universidad y todo el sábado. Fueron dos años agotadores.

Hice amigos en aquel posgrado durante los intermedios en que comíamos empanadas del café Aleluya. Aprendí sobre técnicas de comunicación y también de las experiencias de mis profesoras en su práctica profesional y de vida. Creo que me hace falta eso en estas clases virtuales. Nos mandan lectura, nos asignan proyectos -muchos- pero poco conocemos de las experiencias de nuestros profesores, su primera vez dictando clases o cómo se convirtieron en profesores.

Las clases, las reuniones y los encuentros virtuales nos acercan porque podemos estar en dos provincias o países distintos y aún así encontrarnos. Nos ahorran horas en el tranque vehícular, nos permiten estar en casa. Dar clase en camisón, no debí confesar eso. Pero también nos ponen distancia.

Con mis compañeros de clases no comparto lápices ni miradas cómplices. No me he reído de sus chistes ni ellos de los míos. No sé que hacen fuera de clases. Tampoco hemos ido a la casa del otro para hacer trabajos en grupo ni hemos comido juntos para saber si alguno hace la dieta keto o es intolerante a la lactosa.

Nuestros encuentros son de lo más alejados. A veces dos o tres hablan, el resto solo oye. Nadie enciende las cámaras. De repente se oye un ¡mamá! o suena como que algo se cayó -¡micrófono abierto!- tal vez es un mouse o el plato del desayuno.

Sí tenemos un grupo de WhatsApp que a veces se pone animado. Y donde hay mucha generosidad porque siempre hay alguien dispuesto a explicar y hasta se comparten ofertas de trabajo.

Creo que hay compañeros que nunca han participado en el grupo de mensajería ni abierto el micrófono para decir algo, a menos que la profesora los obligue. Y es que en este tipo de encuentros las personas más reservadas no participan.

Yo soy de las calladas, es mi naturaleza, pero en clases virtuales me obligo a hablar y a encender la cámara a veces -sí, me quito el camisón- porque es la única forma de que los profesores me recuerden y me añadan el puntito de participación. Eso del puntito extra por participación no pierde vigencia.

Creo que los profesores hacen lo mejor que pueden. Me consta que preparan su clase y nos entregan un programa extensísimo con todos los objetivos. Pero debe haber otra manera de hacer estos encuentros más cálidos. Estudiantes y alumnos tendremos que encontrarla.


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