Agachadas entre los carros. Así nos encontró la clase de educación física un sofocante día en nuestro sexto año. Mientras las zapatillas de las demás rechinaban sobre la cancha, nosotras buscábamos refugio del sol y de la profesora. Ninguna de las dos era tan buena en basquetbol como para que nuestra presencia fuera extrañada por alguno de los equipos.
En ese entonces, la cancha era un pedazo de estacionamiento con rayas y colores sobre el piso, y las canastas, unos monolitos con ruedas.
En nuestra rudimentaria trinchera intercambiamos confidencias, sueños y tristezas. Lo que más recuerdo, incluso décadas más tarde, es la tristeza. En pocos meses terminaríamos la escuela, y mientras para la mayoría del grado el futuro era una tierra prometida de posibilidades, para ella era un colosal signo de interrogación.
Su gran ilusión era perseguir una carrera en sicología, pero un hogar rico en amor y acaudalado en valores no parecía suficiente para costear sus estudios universitarios. Pero aun así lo logró. Sus padres creyeron en ella y le dieron más de lo que tenían. Mi amiga no solo lo logró; descolló.
A pesar de que después de graduarnos nuestra amistad fue como la marea, acercando y alejando el agua de la orilla, el tiempo nos obsequió madurez, la facultad de derrotar malentendidos e incluso reírnos de ellos.
Seguimos caminos distintos, pero paralelos. Y cuando de los costados de mi vida se fueron desprendiendo rocas, ella, con su lealtad, cariño y sabiduría, me ayudó a levantarlas y despejar el trayecto, incluso cuando mis rodillas flaqueaban y me provocaba quedarme acostada.
Sus oídos han escuchado mis secretos y mis traumas, y aunque a veces le he delatado que estoy a punto de cometer el mismo error que ya me ayudó a superar unas 14 veces, no me juzga, regaña, ni sermonea por mi torpeza. Mis respetos para la paciencia que tiene.
Qué suerte que haya alcanzado su sueño, ese sueño claro en una noche incierta, porque en él encontró cobijo gran parte de mi realidad.
No sé si recordará ese día, hace años, escondidas entre dos carros. Cuando la responsabilidad de ser adulto fue rompiendo el cascarón de la adolescencia. Cuando a pesar de las nubes, salíamos a buscar un arcoíris.
Yo ese momento lo tengo archivado en mi cajón de memorias preciadas, y contrastando el pasado con su presente, mi gran admiración es para ella.