Las hojas de los árboles han cambiado de colores decenas de veces desde entonces. Los niños que eran paseados en coche son quienes hoy llevan sus hijos a ese parque, y yo aún recuerdo la tarde en que Adriana se apropió de mi pelota. Mi pelota musical, aquella colorida esfera, mi juguete favorito, que emitía alegres melodías cada vez que picaba, rodaba o volaba.

La dejé en el suelo, no en un descuido, sino por necesidad. Después de haber corrido, reído y jugado a mis anchas, el columpio, finalmente desocupado, me llamaba.

Mecerme con fuerza requería mis dos manos. Por eso, después de analizar mis opciones, decidí dejar la pelota a un costado, con cuidado de no abandonarla con la mirada.

Pero al cabo de unos minutos de estar volando hacia adelante y regresando hacia atrás, olvidé mi pelota, en mi afán de rozar el cielo con mis pies. Cuando me bajé, ya no estaba.

La busqué aquí, busqué por allá, con una desagradable sensación, que años después aprendí se llama zozobra. De pronto, la atisbé a lo lejos, en manos de una niña que jugaba con ella despreocupada.

Haciendo acopio de un valor que no sentía, fui donde la niña, a pedírsela de regreso.

“Yo la encontré”, me dijo con petulancia.

“Sí, porque la dejé en el suelo mientras me subía al columpio”, le expliqué un poco exasperada.

“Pues ahora es mía”, repuso, y girando su cabeza, siguieron sus trenzas y luego su cuerpo, alejándose con mi preciada bola musical.

Regresé a mi casa desolada. Al escuchar lo sucedido, mi madre se ofreció a acompañarme a rescatarla. Solo que al volver al parque, la niña –y mi pelota- ya no estaban. Las lágrimas me inundaron de nuevo.

“No te preocupes, Sarita”, me consoló mi mamá. “Si esa niña estaba en el parque, es porque seguro vive cerca. Volveremos todos los días, hasta que nos la encontremos”.

Y así hicimos. Un día, dos, tres, hasta que al cuarto, vimos a la niña, quien por fortuna estaba acompañada.

“Disculpe, ¿usted es la mamá de esa niña”, le preguntó la mía.  

“Sí, es mi hija”, contestó, y mi mamá procedió a narrarle lo sucedido.

“¿Mi Adrianita? ¡Incapaz!”, exclamó la señora, contrariada.

“Sí, su Adrianita, muy capaz”, repuso la mía. Y con eso, la señora llamó a su hija, quien bajo amenaza, confesó su fechoría, y fue a su casa a buscar mi pelota, la cual mis manos y corazón recibieron con júbilo. De castigo, Adrianita no pudo salir por dos semanas.

Es increíble cómo recuerdo con tantos detalles este incidente, considerando que en realidad ni siquiera pasó.

Se lo narré a mis hijos cuando eran pequeños y estaban aburridos de sus libros de cuentos. “¡Un cuento nuevo!”, me pidieron una noche, y un relato que empezó siendo bastante básico, se tornó en un favorito, con más pinceladas en cada repetición. Ahora es como el horizonte: ya no distingo dónde termina el cielo y empieza el mar. Solo sé que en mis recuerdos, la bola musical es muy real