Las páginas estaban en blanco, salvo uno que otro garabato. El domingo en la mañana no tenía nada relevante apuntado en mi agenda para la semana que empezaba. Pero horas más tarde, la situación cambió.

Resulta ser que varios allegados míos iban a viajar a Los Cabos, México, pero a última hora uno de ellos no pudo ir. El cuarto de hotel estaba pago y disponible. “Sarita, ¿quieres ir?”, me ofrecieron. Oportunidades así no salen todos los días, así que mi respuesta inmediata fue “¡sí!”.

Después me dio cargo de conciencia con Cosa #5, Gabriel, que está de vacaciones de medio año. Así que decidí llevarlo también, que por algo uno acumula millas.

El martes en la mañana salimos tempranito hacia el aeropuerto, pero para mi contrariedad, al llegar al mostrador de la aerolínea, el agente me dijo que el vuelo estaba atrasado. “¿Cuánto tiempo?”, le contesté, pensando que era media hora o una entera, como mucho. “¿No recibió el correo?”, me preguntó tras decirme que cinco horas. “Señor, ¿usted cree que si me hubieran mandado un correo yo estaría acá ahora?”.

La cosa es que perdimos la conexión y nos tocó pernoctar en Houston. Llegamos a Los Cabos al día siguiente a las 6:00 de la tarde. En ese tiempo hubiera llegado a Europa, o tal vez África, pero no me quejo. Tenía tiempo de no pasar tiempo uno-a-uno con Gabriel, y disfruté su compañía y ocurrencias, empezando con su emprendimiento.

“Mami, si quieres, yo puedo tomarte fotos en el viaje”, ofreció. Sus servicios tenían un costo de $5 por el día. “O si quieres, te hago un paquete premium por $10”, añadió. Por ese precio yo tendría acceso a fotos ilimitadas, tomadas sin quejas y con una sonrisa.

Me di cuenta que sus honorarios eran una ganga, cuando me tomó la primera foto en el aeropuerto y me dijo que me corriera a la izquierda, para que no saliera el basurero que se veía en el fondo.

Una vez en Cabo nos dirijimos al hotel por un camino dorado, con los besos que el sol le daba al desierto, y salpicado de cactus. Me llamó mucho la atención que, salvo los antibacteriales perpetuos en la entrada y las odiosas mascarillas, pareciera que el covid se quedó en el país de origen de todos los turistas.

Aquí los visitantes cenan en los restaurantes, cantan con ganas en el karaoke y toman los distintos tours con entusiasmo. Es como una carrera en la que queremos triunfar, y dejar la pandemia muy atrás.

En las primeras 24 horas en Los Cabos comí enchiladas, merendé guacamole, paseamos en lancha y nadamos con delfines.

Mi agenda sigue con las páginas en blanco, pero porque me fui sin ella. La dejé en casa.