El niño en la mesa de al lado despertó en mí varios sentimientos que oscilaban entre ternura hacia él y compasión hacia sus padres. Llevaba una eternidad golpeando su plato de nuggets con el tenedor, y aunque su mamá lo tenía asegurado en una silla alta, igual se las había ingeniado para escaparse, calculo yo que como tres o cuatro veces, para escurrirse entre las otras mesas del restaurante, en modo explorador.
Recordé cuando mis hijos estaban así pequeños, en que las salidas de los domingos requerían una mochilita equipada con todos los hierros, paciencia, zapatos cómodos, meditación profunda y bastante psicología. Ser medio ventrílocua no estaba de más, para lograr que se comieran su comida fingiendo 1) que la cuchara era un avión, o 2) que tenía nombre (Lili) y no quería que se la comieran.
Una salida no estaba completa sin que uno de los niños fraguara un berrinche, regara una bebida, tirara un espagueti, peleara con un hermano o saliera desbocado por el restaurante. Y cuando al fin te repones de cada gracia, con la situación bajo control, y vas a aprovechar para comer, sale uno de ellos con: “Mami, quiero hacer popó”.
Obvio, las travesuras no se limitaban a las salidas en familia. Recuerdo el día en que mis mellos hicieron guerra de talco en la casa. Cuando llegué casi me desmayo. Días después todo el apartamento todavía olía a Johnson & Johnson. O la vez que me llamó el guardia del edificio para decirme que alguien estaba tirando carritos de plástico por la ventana (¡menos mal que no cayó alguno encima de alguien!), o cuando vino el plomero a destapar el sanitario y encontró una pluma, otro carrito, y varios crayones obstruyendo la cañería. Y qué decir de la época en que me llamaban de la escuela con quejas y/o interrogantes varias, como cuando uno de mis hijos (no diré cuál) estaba atravesando una etapa en la que amarraba todo y a cualquiera que veía en su salón de kínder. Me citaron del departamento de bienestar estudiantil preocupados por el origen de esta conducta. ¡Qué mortificación! Antes de que me dijeran nada, fui presta en aclarar que en mi casa no amarrábamos a los niños ni a nadie, porque estoy segura de que eso es lo que estaban pensando…
Una vez viajamos en familia, no recuerdo a dónde, y en la fila de migración otra señora me preguntó si todos esos niños eran míos. No, pues… Casi le digo que uno era mío y los otros eran alquilados… Exclamó: “Oh, you deserve a prize!” (¡Oh, se merece un premio!), y claro que no le iba a admitir que, a pesar de que los amo y daría mi vida por mis hijos, a veces me daban ganas de rifar a algunos. En vez le regalé mi sonrisa más Colgate y le dije: “They ARE my biggest prize!” (¡Ellos SON mi mejor premio!).
Eso estaba recordando cuando, ¡puff! desperté de mi viaje al pasado, feliz de estar de regreso en 2018, sentada en el restaurante, disfrutando un almuerzo dominguero de gente adulta con mi papá.