Hoy es miércoles*. Ya pasaron 48 horas y mi cuerpo todavía me está castigando.Llevo dos días que salgo de la ducha y no me puedo secar los pies. Cuando me acuesto a dormir, no puedo rotar en mi cama. Y si lo hago, es con mucho dolor y esfuerzo.Si escucharan mis quejidos pensarían que fui torturada en una clase de spinning, o peor, en la disciplina deportiva aquella, una que ni me sé el nombre, pero que no es para novatos y te saca mucho músculo. ¿Será crossfit? ¿Insanity?Da igual, porque no es ninguna de las anteriores. El culpable de mi agonía son unos tacones que usé el lunes por la noche. Mi espalda ya estaba chueca, pero al parecer, en los últimos dos años se me oxidaron los muslos y las pantorrillas.Iba para una boda, y unos de los zapatos estelares de mi guardarropa estaban listos para hacer su regreso triunfal a los salones de fiesta. Se trata de unos Jimmys Choo, escarchados y kilométricos, que compré en el año 2012 para un evento muy especial. A pesar de su edad, están como nuevos, porque han sido usados en promedio unas dos veces por año (excluyendo los últimos dos). Por ende, esos zapatos bailarán conmigo hasta el fin de los tiempos. O ese era el plan.

Maquillaje impecable – ganchito.

Cabello bien peinadito – ganchito.

Traje elegante y hermoso, que no me cerraba (pinche pandemia) – ganchito.

Cartera en el que solo cabe una llave y mi celular – ganchito.

Lo único que faltaba era calzar mis pies, y estaba lista para salir por la puerta.

Horas más tarde, regresé de la fiesta y me acosté a dormir. Hasta ahí todo bien, pero cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, pensé que me había pasado algo. ¡No podía ni girar para levantarme! El dolor de piernas era como cuando tienes siglos de no hacer ejercicios y de pronto te pones tacones para ir a una fiesta. Verdad, ¡eso fue exactamente lo que pasó! Tuve que auto remolcarme de la cama. Desde entonces he estado caminando como un robot. Flexionar mis piernas requiere voluntad.

Lo peor, PEOR, de todo, es que antes de salir de mi casa la noche en cuestión, ya tenía los pies reventados y sentía que estaba caminando como una jirafa recién nacida. Por lo tanto, aprovechando mi falda que no cerraba, me cambié los zapatos por otros con unos tacones más bajos y benevolentes, y para que la falda no trapeara el suelo, me la enrollé dos vueltitas en la cintura. Mujeres que me leen, ¡ustedes saben cómo es la cosa!

Desde que empezó la pandemia, le he agarrado gustito a andar en zapatillas. Los zapatos bajos son ahora mis favoritos. Sin embargo, a veces los zapatos altos son necesarios.

Definitivamente tengo que volver a acostumbrarme a ellos. Mientras tanto, tocará hacer pilates, estiramiento o yoga.

* Escribí esta columna un miércoles.