Faltan 20 minutos para que aterrice el avión y mi cabeza quiere estallar. El niño de la fila 18 no ha cerrado la boca en los últimos 40 minutos. El chiquillo ha imitado todos los sonidos del reino animal, se ha desbocado cantando cosas que no entiendo, e incluso ha exclamado divertido “¡el avión se va a caer!”. Me pongo a rezar. ¿Acaso no sabe que no se puede bromear con eso? ¡Que nos libre el Señor!
Si hay algo en el sistema solar que odio más que mis hijos se porten mal, es que se porten mal los hijos ajenos. Por lo menos a los míos les puedo hablar/amenazar/regañar/gritar/castigar/meter un coscorrón o tirarles la chancleta. A los ajenos solo puedo mirarlos feo.
No creo que Damián, digo, este niño, esté viajando solo. A ver, a ver, ¿dónde está su mamá? ¿O su papá? Desde acá atrás donde estoy yo sentada, solo veo la parte posterior de su cabeza. Son momentos como estos en que pienso que un libro de colorear, una tableta o una cucharada de psico-soma vendría siendo bastante útil.
Tengo buena memoria, pero no recuerdo que mis hijos se portaran así. Aclaro, mis hijos eran terribles. Algunos todavía lo son, pero yo siempre, siempre, he estado pendiente de llamarles la atención cuando sea necesario y de corregirlos. Eso de mirar para el otro lado, ponerme audífonos o fingir que no los conozco… eso nunca lo hice.
Desde travesuras inocentes y espontáneas, como el día en que estábamos en la fila en un bufé y mi hijo Cosa #3 -que tenía como cinco años- metió su mano en la bandeja de la señora que iba al lado para sacarle un champiñón a su pizza (la doña quedó horrorizada -y no tuvo reparos en decírmelo -y yo con la cara colorada), hasta incidentes más agudos que me dan pena contar…
Yo no digo que ser mamá es fácil. Al contrario, es muy difícil y cansón. Las cosas a menudo se descontrolan. Al día de hoy, a veces todavía me llaman de la escuela y me dan ganas de llorar.
Así que entiendo que los niños son niños, pero también insisto en que los padres tienen que ser padres.