Llegué con mi cuaderno y pluma en la mano. El celular en mi bolsillo. Entré tímidamente al salón de clases. La última vez que pisé uno que no fuera el de alguno de mis hijos, fue hace unos 25 años, cuando estaba en la universidad.
Ahora me había inscrito en un curso de locución. Lo habían ofrecido a los asociados en mi trabajo el año pasado y la oportunidad se quedó flotando en el aire, hasta que lo retomé hace unas semanas. En tiempos recientes he descubierto lo mucho que me gusta hablar. Se me ocurrió, entonces, que aunque sea para algo tan mundano como grabar un vil Instagram story, procure hacerlo bien. Bueno, y si me sale algún trabajo por ahí en el fascinante mundo de la locución, ¡venga! (Esto que acabo de hacer es una cuña orgánica de autopromoción).
De vuelta al salón de clases, me senté en un pupitre en la primera fila. Como soy alta, en la escuela siempre me sentaban en la última. Ya no. Quiero estar ahí adelante, con la nariz pegada al tablero.
Apenas empezó la clase me dio un ataque de pánico. ¿Qué hago acá? Estas clases van a durar cuatro horas. ¡Cuatro! Tengo la concentración de un pollito y se me va a hacer interminable, pensaba.
Si vi el reloj 100 veces, creo que fue poco. Y eso que la clase era de lo más divertida. En ese momento, tomé la decisión de ser más empática con mis hijos. A ellos les toca hacer lo mismo ocho horas, de lunes a viernes, por nueve meses. Y yo que solo llevaba 28 minutos…
Pero algo fantástico pasó. Conforme fueron pasando los días, dejé de ver el reloj. Es cierto que somos criaturas de hábito, aunque algunas cosas no cambian, sin importar quién eres, a qué te dedicas y la edad que tengas.
Todos (en una clase de 15 adultos) esperábamos con ganas el receso (la forma madura de decir recreo). Cuando el profe pedía voluntarios para presentar las charlas, todos se pedían ser el último. Y cuando empezaba la dedocracia, se escuchaban lamentos de “Ayyyyyy, ¿por qué yo?”.
En una ocasión el profe dijo: “Vamos a hacer un ejercicio”, y yo brinqué asustada. “¿Es con cuaderno abierto, verdad?”. No, no era con cuaderno abierto porque ere un ejercicio práctico, no un examen con nota. Me sentí de nuevo como una adolescente (sentada en la última fila).
A lo largo de los años he ido a seminarios y tomado capacitaciones, pero se me había olvidado lo estimulante que es aprender, y con los profesores correctos (como fue este caso) lo divertido que puede ser.