Era temprano en la mañana, no tanto como para interrumpir mi sueño de una forma dolorosa, pero sí lo suficiente para que la luz vibrante del sol aún no se colara por los costados de mis ventanas.Gabriel entró a mi cuarto, y con voz quejosa me anunció que le dolía mucho la cabeza. A Gabriel solo le duele la cabeza cuando está en la escuela o cuando tiene que dar clases por Zoom. En esos escenarios, le puede doler hasta el codo, una uña, el pelo, con tal de pavearse o hacer una excursión a la enfermería. Pero considerando que amanecía un feriado, me preocupé. Lo suficiente para hacerle un hisopado a las 7:00 de la mañana. A las 8:00 me llegó por correo el resultado: detectado.
La primera vez que el covid llegó a nuestra casa, Gabriel entró en pánico y buscó refugio en la sala. La segunda vez, apenas se preocupó. Y ahora, que le dio a él, nada más alzó los hombros y dijo: ”Meh”. No estaremos inmune al virus, pero sí nos hemos vuelto insensibles a su amenaza.
En diciembre, cuando uno de mis hijos marcó positivo y los demás tuvieron que hacer aislamiento preventivo, esto parecía Chernobyl. Nebulización, platos desechables, palomas mensajeras. Las puertas de los cuartos solo podían abrirse por intervalos ínfimos, y solo una ranura, para pasar víveres y otros objetos de primera necesidad.
Ahora hago guardia afuera del cuarto de Gabriel: “¿Cómo te sientes?”, “¿Te tomaste la medicina?”, “¡Tómate la medicina!”.
Gabriel no quiere tomarse la medicina. ¿Y saben qué más no quiere hacer? Bañarse.
“Gabriel, ¿te bañaste?”, pregunto en la mañana, a mediodía y en la tarde, sabiendo perfectamente bien que me va a responder “ahorita”. Reclamo, recrimino y amenazo desde el otro lado de la puerta. La verdad sea dicha, no le tengo miedo al covid, pero tampoco me voy a exponer solo para que mi hijo de 11 años huela bien durante su convalecencia.
Gracias a D-s se ha sentido bien. Por lo tanto, decidí aprovechar el tiempo libre que tendría disponible en las siguientes dos semanas, 1. Para ponerlo a hacer caligrafía, y 2. Para ponerlo a dieta, ya que sus expediciones continuas a la despensa quedaron suspendidas por el momento (insertar risa maquiavélica).
Pero qué les parece que, en un día de esos, tocaron el timbre de mi casa. Y al abrir la puerta, me encuentro al conserje con una bolsa helada de Pinkberry en sus manos.
“Debe ser un error, eso no es mío”, pronuncio. No, no era mío. Era de Gabriel. Para que vean que, la voluntad de querer, es la voluntad de poder.
Esta madrugada, abrí los ojos a las 3:51 a.m. El sueño me eludía. Después de dar muchas vueltas en la cama, me levanté, me puse mi mascarilla y agarré mi frasquito de alcohol.
Encontré a Gabriel plácidamente dormido, y bajo la luz tenue, distinguí su Ipad sobre la cama, el libro de caligrafía cerrado en su escritorio.
Recogí su ropa, eché Lysol, ordené su mesita de noche. No me expondría para asegurarme que mi hijo se bañe, pero sí para verlo de cerca, y al menos con la yema de mis dedos, darle un beso.