El libro pasó como un ave por el cuarto, batiendo sus hojas por el aire a toda velocidad. Me imagino los aullidos que habrá dado el pobre perro, asombrado ante la furia de su joven amo.

No vi lo que pasó, pero fue fácil imaginarlo cuando entré al cuarto de Gabriel, y vi el libro abatido sobre el piso, con las páginas arrugadas.

Gabriel no quiere hacer caligrafía. No lo culpo, pero tampoco lo eximo.

La pandemia lo pilló entrando a cuarto grado, un nivel donde si bien los niños ya saben escribir con bastante pericia, es importante que afiancen la ortografía -y caligrafía.

Pero después de 18 meses de estar tecleando en sus tabletas y cumpliendo las asignaciones de modo virtual, lo que sabía se le olvidó. Y lo que no sabía, pues no lo aprendió.

Así que un día, en que estábamos en la Arrocha, se me ocurrió adquirirle el mentado libro. Es chistoso (de una forma cruel), porque había llevado a Gabriel a comprarle un premio por otra cosa. Berreó, refunfuñó, me parece que su dramatización involucró hasta un par de lágrimas, pero el libro volvió con nosotros (y el premio) a la casa.

Cuando vi la primera página que escribió, me ardieron las retinas. La “m” parecía una cordillera deslizándose; la “e” era del mismo alto que una “l”; la “g” y la “q” parecían hechas de gelatina…

Mis indicaciones fueron que escribiera una página al día, de lunes a viernes, pero entre una cosa y otra, solo llena dos o tres por semana. El domingo antepasado le recordé que tenía tiempo de no escribir, y lo mandé a ponerse al día. ¿Y qué les parece? Regresó unos minutos después anunciando que no encontraba el libro. De forma misteriosa, milagrosa y conveniente, el libro de caligrafía se desvaneció.

Díganme mal pensada, pero sospecho que hubo dolo en esta desaparición, pero a falta de evidencia, hice lo que toda mamá que se respete haría: fui a la farmacia y compré otro. Vieran la cara del pobre Gabriel cuando regresó de la escuela al día siguiente y le anuncié que le tenía una sorpresa. Apuesto que hasta una mampara hubiera sido mejor recibida.

En un nota paralela, quiero comentarles que tuve que regresar a la misma Arrocha de la primera vez a conseguirlo. Antes de eso, fui a otras dos sucursales, y no encontré libros de caligrafía, algo que me alarma. ¿Esto es algo más en vías de extinción? Según mis hijos mayores y varios de mis sobrinos, ya “nadie” escribe en cursiva. “Imprenta es lo que es”, me informaron.

Me complace contarles que la letra de Gabriel en cursiva ha ido mejorando, aunque todavía es una lucha amigarlo con su libro.

Escribir es materializar parte de uno mismo. Es llevar algo abstracto, que habita en nuestra mente, al plano físico, sobre un papel. ¿No es mejor hacerlo bonito? Usar un teclado no es ni será jamás lo mismo.