Mi tope fueron tres días seguidos en los parques de Disney. No hay zapatilla que amortigüe los pies de tanta caminadera, ni bolsillo que aguante paletas de $6 por un día más.
Por eso, al cuarto día del viaje a Orlando que hice con mis hijos para fiestas patrias, decidí trepar a todo el mundo al minivan alquilado y manejar a DeLand, una ciudad pintoresca que queda a solo 80 kilómetros de distancia.
Cuando anuncié el plan, mis hijos no sonaban taaan convencidos, pero ellos también estaban agotados de ir a tanto parque. Les vendí la idea de que iba a ser divertida la manejada e ir echando cuentos. Esa fue la expectativa. La realidad fue que mi plan duró exactamente siete minutos. Manejé prácticamente sola, porque cuando volteé a ver, iban todos dormidos.
La primera parada fue en el Old Spanish Sugar Mill, un “restaurante” dentro del parque estatal de DeLeon Springs. Si se preguntan por qué le puse comillas a la palabra restaurante, es porque llegamos a golpe de las 2:00 de la tarde, hambrientos, con ganas de comer. Mientras nos acompañaban a nuestra mesa, uno de mis hijos preguntó, señalando otra a nuestro paso, “¿y para qué es la plancha en la mitad de la mesa?”. Bueno, aparentemente para que cocines tu propia comida. Nos sentamos y devoramos con los ojos todos los platos listados en el menú: tostadas francesa, pancakes, emparedados, omelettes, debatiendo qué íbamos a ordenar.
Pero, ¡sorpresa! Cuando llegó la mesera, nos explicó que lo único que traen de la cocina son las ensaladas; todo lo demás lo tienes que preparar tú en tu mesa. Digo, yo sé cocinar, y a veces hasta lo disfruto, pero para preparar la comida, en vacaciones, mejor me quedo en la casa y no manejo 80 kilómetros…
Cada quien pidió lo que quería, y al rato nos comenzaron a llegar: panes, rebanadas de queso, huevos (enteros en su cáscara), mezcla para pancake, mezcla para tostadas francesas, mantequilla, siropes, espray antiadherente, espátulas, tazones… no sabía ni dónde acomodar tantas cosas. Con decirles que hasta los derretidos tenían que ser derretidos en la mesa. Me puse a trabajar. Me reí y le pregunté a la mesera, “Bueno, ¿y qué me van a dar cuando termine de preparar todo esto?”, y me contestó “la cuenta”. Salió chistosita la mesera, jeje.
Para mi sorpresa, mis hijos la pasaron en bombas. En la casa, no se sirven un plato de cereal sin dejar un reguero. Aquí también lo dejaron ¡pero cómo se divirtieron en el proceso! Y en vez de pelearse para no hacer algo, se pedían cocinar próximo. Uno trató de hacer un pancake en forma de Mickey Mouse, el otro mostró destreza con la espátula y yo empecé a hacerle huevos fritos a Gabriel, pero terminó comiéndoselos revueltos, porque se me destrampó todo cuando traté de darle la vuelta.
Después de comer, los niños salieron a explorar el área, que incluía un lago y bosque. Yo me quedé pagando. Cuando salí, encontré expresiones como: “Ma, este lugar está embrujado”, “Lo único que falta es que nos salga Jason [el de Viernes 13]”, “Mami, ¿de dónde sacas estos lugares?”, y otras con las palabras, “creepy” y “spooky” por ahí metidas.
De ahí fuimos al distrito histórico, donde caminamos por la calle principal, curioseamos en las tienditas y tomamos fotos del icónico Athens Theatre. Las horas, que no fueron muchas, pasaron volando. Al regreso, todos menos yo se durmieron, de nuevo, en el carro.
Días después, cuando ya veníamos de regreso a Panamá, les hice la típica pregunta de qué fue lo que más les gustó del viaje. El paseo a DeLand figuró en la lista de todos mis hijos. Pero la respuesta que más me gustó fue: “Ma, ese paseo tuyo estuvo en pedazos. Pero por algún motivo raro, me gustó. Estuvo cool”.