Ahora que la temporada final de Game of Thrones está en su apogeo, me recordé de cuando viajé a Islandia. Ahí se filmaron escenas épicas de varias temporadas de la serie y tomé ese tour.

Fue divertido pararme frente a la cascada donde uno de los dragones de Daenerys le prendió fuego a una cabra; caminar por el cañón que conduce al Eyrie; recorrer la aldea que fue destruida por los Wildlings en el valle de Thjorsárdalur; y recrear en Thingvellir, la batalla implacable en que se enfrascaron Lady Brienne of Tarth y el Hound. Ah, y acariciar los caballos de Westeros también fue muy cuchis.

Menciono esto, pero la columna trata de otra cosa: Por  años soñaba con ver la aurora boreal, un fascinante espectáculo de la naturaleza en que el cielo de la noche se va tiñendo de un luminoso verde. Es  alucinante, pero verla no es tan fácil. La mejor época en el hemisferio norte es  desde finales de septiembre hasta mediados de marzo.

Cuando estaba volando desde Nueva York a Islandia, el piloto anunció que se podía ver del lado izquierdo de la aeronave. Los que estaban sentados  en la ventana de ese lado estaban de lo más lindo, y los demás tratando de ver dónde nos metíamos. Yo no vi ni la luna esa noche.

Ya en Reykjavik, teníamos reservado un tour para ir en busca de las luces. Una noche nos montamos todo el combo en uno de esos buses que parecen el expreso veragüense. Manejamos dos horas para alejarnos de la ciudad, porque se aprecian mejor en parajes oscuros. Ahí, en medio del paraje oscuro, nos congelamos la vida, como bobolotes, porque la expedición fue un fracaso y no vimos nada. Pero el tour tenía una garantía: podías reprogramarlo las veces necesarias hasta que vieras las benditas luces, sin costo alguno.

Así que bueno, dos días después mis hijos, mi cuñada y yo nos trepamos  en el expreso veragüense para ir de nuevo  tras la pista de las elusivas luces. Mi hermano no quiso ir porque ese día ya habíamos pasado horas enteras en otro bus, en otras excursiones. Arrancamos hacia el paraje oscuro. La rutina fue muy parecida a la de la primera incursión, a diferencia de que esta vez sí las vimos. Demoró seis horas, pero lo logramos.

Adelanto esta historia a la última noche de nuestra estadía en Islandia. Fuimos a cenar y luego mis hijos querían  caminar. Yo no podía más ni con el frío ni con mis pies reventados, así que se fueron con mi hermano, quien estaba triste porque el viaje estaba por culminar y no pudo ver la aurora boreal.

Yo me fui a relajar al hotel. Me bañé delicioso (dato curioso: en Islandia  no usan calentadores, el agua caliente proviene de los géiseres y las aguas termales), me lavé el cabello y me quedé una hora haciendo de estilista. Cuando terminé todo mi ritual, busqué mi celular y encuentro como 12 mensajes de mi hijo. “Mamiii, mira por la ventana”, me escribía. “¡¡Se ve la aurora boreal full!!”.

Aló, ¿no que solo se podía ver en parajes remotos y oscuros? Corrí a la ventana, pero ya se estaba desvaneciendo. Mis hijos regresaron felices y mi hermano aún más. Increíble  los grandes esfuerzos que hacemos por algo, cuando a veces, cuando menos esperas, la vida te sorprende de la nada.