No sé si era el dorado atardecer en el Casco Viejo o las bebidas de interesantes nombres lo que nos tenían embriagadas con una sensación de despreocupada alegría.
Era domingo, cada una tenía una copa en la mano, la música en las bocinas era pegajosa y los chiquillos estaban en casa. La brisa nos estaba despeinando, y con el pelo en la cara quedaron registrados los selfis que nos tomamos apiñadas en la azotea donde estábamos.
Las conversaciones entre amigas son como una perinola de colores que va rotando sobre sí, apuntando hacia todos lados, sin detenerse en ninguno. De pronto una exclamó: “Me gustaría poder teletransportarme”. “¿Y eso?”, preguntamos las demás, y se abrió el compás para soñar y especular en el superpoder que cada una quisiera tener.
Una quería poder volar, la otra quisiera leer los pensamientos, una más habló de tener la facultad de volverse invisible… Pero salvo la que dijo que le encantaría comer de todo sin engordar nada, no se me antoja ninguno de esos poderes. ¿Leer pensamientos para qué? A veces pregunto algo y me traumo con las respuestas. No quisiera ni asomarme de reojo dentro de las cabezas ajenas. Ditto para ser invisible. Me temo que hay cosas que mis ojos no están preparados para ver.
Así que a mí déjenme con facultades mundanas. Estas son las que quisiera tener:
– Talento para cantar. Me fascina cantar. Desafinada, muy mal, pero lo hago. Entonces, es bien triste, porque una aquí que quiere entonar como Lady Gaga y termina sonando como un perico engomado. Me haría tan feliz subirme a la tarima de un karaoke y que me aplaudan porque lo hice bien, y no porque es mi fiesta de cumpleaños…
– Facilidad de aprendizaje. Mi retentiva es horrible. Aprendo algo y a la semana se me olvidó. O sea, yo necesito ver la receta hasta para hacer un arroz blanco. Mi hermano, en cambio, es una esponja didáctica: lo que quiere lo aprende. Idiomas, instrumentos musicales, licencias marítimas, lo que sea. Y yo aquí que no puedo ni memorizarme un token digital para ingresarlo en la banca en línea de mi teléfono.
– El don de madrugar. Si duermes temprano y pones el despertador, pararse temprano lo puede hacer cualquiera. Pero yo me refiero a despedirme de mi almohada con fe y alegría, sin que parezca el final definitivo de nuestra relación o que no volveremos a vernos más nunca. (Ni hablar de que en verdad estaremos juntas de nuevo como en 16 horas). No arrastrar los pies hasta el mediodía y tener la cara puffy sería en verdad genial.