En mi plan de vida original no estaba contemplado vacunarme contra el covid, pero si me pongo a pensar, tampoco lo estaba presenciar una pandemia.

Desconfiada como soy de todo lo que suena demasiado bueno para ser cierto, no compartí el entusiasmo del resto de la población cuando llegó lo que parecía una caja de zapatos con las primeras vacunas a Panamá.

No me la pensaba poner, ya que igual puedes contagiarte, transmitir el virus, debes seguir usando mascarilla y mantener el distanciamiento, sin la certeza de que no habrá algún efecto secundario. Para eso, mejor hacía como Nito y me la rifaba, pero para el otro lado.

Mis hijos se burlaban de mí; me llamaban “la antivaxer”. Hey, no es verdad. Creo en la ciencia y en las vacunas. Respiré aliviada cuando mis padres se la fueron a aplicar y alentaba a todo aquel en un grupo vulnerable a hacerlo. Pero por lo demás, quería esperar un poco para evaluar los beneficios prometidos, versus los posibles riesgos.

“Vacúnate para que estés tranquila”, me decía mi cuñada. El problema –o la bendición- es que nunca dejé de estarlo. A pesar de lo devastador que ha sido el covid, sigue teniendo una tasa estimada de supervivencia del 98%.

Sin embargo, empecé a sentir la presión. Primero de mi mamá, haciendo campaña en el chat de la familia. Luego de otros países, que te la exigen para que los puedas visitar.

Pero mientras algunos viajaban a Estados Unidos para vacunarse, yo fui a Miami a pasear. A mi regreso, me encontré a una conocida en la farmacia. “Vi en Instagram que estabas por Miami. ¿Qué tal la vacuna?”, me preguntó, y le respondí que no me la puse. “¿Entonces para qué fuiste?”. ¡Pues para tratar de olvidar que vivimos en una pandemia hace más de un año!

No soy de caer en la presión social, pero de alguna manera la semana pasada me encontré en mi carro, haciendo la fila para entrar al Rommel.

“¿Tiene cita?”, me preguntaron en la primera carpa. No tenía. Mi hermana me había llamado el día antes para decirme que había un barrido para nuestro corregimiento, que no había fila y a insistirme –con énfasis- para que fuera. Por otro lado, quiero viajar a Israel, y no parece que voy a poder hacerlo sin la vacuna. Y mi amiga Tammy me asustó con sus historias de la variante delta.

“Amigo, le cuento que yo no quiero vacunarme y estoy acá porque me convencieron. Si al gobierno de Panamá le interesa que me la ponga, aprovechen esta ventanita de oportunidad y háganlo antes de que salga corriendo”. (Lo cual hubiera sido imposible. Ya había pensado y descartado esa alternativa, porque con carros adelante y detrás del mío, no había forma de escaparme).

Les voy a hacer el cuento corto y decirles que me vacuné. Cuando salí del Rommel y anuncié en el family chat que me acababa de vacunar, mi mamá lanzó alabanzas al Creador.

Mi decisión no fue tanto por convicción, como por resignación. Como sea, pero lo hice. Aparte, todos en mi entorno están vacunados: familia, amigas, bookclub y nanas. Si llegasen a convertirse en zombis, ¡no quiero quedarme sola!