Equivocarse a veces es un alivio.
Como cuando estás convencida de que va a llover, pero el cielo se despeja y el sol te sonríe por encima de las nubes. O cuando pillas alarmada a tu hijo trepando las tablillas de un mueble, segura de que se va a caer antes de que puedas bajarlo de ahí, solo para darte cuenta, felizmente, que fallaste en tus pronósticos.
También cuando metes tu mano en una bolsa de galletas, resignada a encontrar una caverna de migas, y de pronto tus dedos se topan con la última que queda. Sí, a veces aceptamos con gratitud nuestros errores de juicio.
Como cuando descubres que el pantano donde caminabas resignada dio paso a tierra firme. Que el mundo en efecto es redondo, pero da vueltas en espiral. Que tus certezas más oscuras son ahora esperanzas multicolores. Y sospechas que donde se empozaban lágrimas de dolor, pueden brotar cascadas de alegría.
Es como un pulso solitario, que se dispara en el silencio, regresando a un paciente, si no a la vida, al menos a esa posibilidad.
Usualmente queremos tener la razón, pero cuando aceptamos que no tenemos todas las respuestas, y que las que tenemos no son siempre las correctas, rompemos la soga que nos ataba a perspectivas desenfocadas.
Sin importar la edad que tengamos, es maravilloso descubrir que aún no sabes todo lo que necesitas, y todavía tienes tiempo para aprender, olvidar y reaprender.
Tal vez en el camino volvamos a equivocarnos, y en esa ocasión lamentarlo. Pero también es posible que no.
Usualmente queremos tener la razón, pero ahora me doy cuenta, de lo bueno que es a veces equivocarse.