La intención estaba, firmemente plantada, pero hasta un árbol se vuela cuando sopla fuerte el viento.

No soportaba más la esclavitud. Quería dejar de suspirar cada vez que me hacía tinte y me daba cuenta, solo una semana después, que se estaban asomando las canas. Me sentía harta de planear mi vida en torno a las visitas al salón de belleza: es desesperante mirarte al espejo de un hotel en otra parte del mundo, y que te sorprendan tus raíces blancas.

Aparte, no me convencía la narrativa de que las canas envejecen y que dejártelas es sinónimo de lucir desarreglada o hasta enferma (como alguien se atrevió a insinuarme).

La posibilidad de dejarme las canas es algo que jamás se me había ocurrido en los 20 años que llevaba tapándomelas, hasta un día, en que estaba sentada en una librería.

Me encontraba absorta en mi lectura, cuando la conversación de la mesa de al lado me desvió. Una señora, elegante y regia, contaba cómo había logrado coronar su cabeza con la melena de plata que tenía. No pude contenerme, y tuve que meterme en su tertulia. Pero sus sugerencias para lograrlo me parecieron radicales. Soy muy cabezona para cortarme el cabello al ras. Y usar una peluca mientras te crecen las canas me parece bastante extremo.

Sin embargo, a raíz de eso (no es un juego de palabras, jaja), poco tiempo después, siendo editora del especial de belleza de revista Ellas, incluí el tema de mujeres que decidieron despedirse del tinte. Todas las entrevistadas fueron valerosas en hacer ese cambio, pero ninguna de sus historias resonó conmigo.

Hasta hace ocho meses, en que empecé a ver en Instagram publicaciones con el hashtag #silversisters y #ditchthedye. Un movimiento que tenía ya su tiempo, tomó auge en la cuarentena, si no por convicción, por resignación.

Cuando abres una foto en Instagram en la página de explorador, puedes estar seguro que verás más de lo mismo hasta el fin de los tiempos, y así, cada día me aparecían más imágenes de mujeres, hasta más jóvenes que yo, pensando afuera de la caja (de tinte) y dándole la bienvenida al gris. Eso me entusiasmó.

Decidí hacerlo.

Encontré muchas voces de aliento, y por supuesto, aquellas que pensaron que me enloquecí. Mi mamá, por su parte, no estaba feliz. Sus palabras textuales fueron “¡No lo acepto; no lo permito!. Pero soy terca de naturaleza y a veces me gusta llevar la contraria, solo para ver qué pasa.

Denominé mi nuevo proyecto #grisyfeliz. No le temo a la edad y decidí amigarme con las canas. El problema es que, aunque contemplé que la transición iba a ser complicada, no imaginé la ansiedad que iba a generarme verme en el espejo cada mañana. Parecía que un arcoíris había estornudado sobre mi cabeza.

Es irónico que al final, lo que me hizo desistir, no fueron los comentarios indiscretos, las miradas que se desviaban hacia la parte superior de mi cabeza, ni imaginarme lo que los demás pensaban. Ni siquiera la mortificación de mi mamá.

Fui yo misma.

A pesar de que no completé mi meta, estoy complacida de que no tuve miedo a probar.

Cuando empecé este proyecto, mi plan era decirle “hasta nunca” al tinte. Nos tocó reencontramos, pero a mis canas les digo un cariñoso “hasta luego”.