“Por qué esta noche es diferente a todas las demás?”, nos preguntamos cada año, de generación en generación, la noche en que empieza Pesaj.
Esta es nuestra fiesta de Pascua, donde los judíos de todo el mundo recordamos y celebramos la salida de la esclavitud en Egipto, hace miles de años, como si uno mismo lo hubiera vivido.
Esta noche siempre es diferente porque en vez de pan, comemos matzá, un pan no leudado por la forma apresurada en que salimos hacia la libertad, y sumergimos hierbas amargas en agua con sal, para recordar las lágrimas y la aflicción de nuestros antepasados oprimidos.
Pero este año, 2020, fue particularmente distinto. En medio de una pandemia, por primera vez en mi vida pasé la fiesta sin mis padres o hermanos. Ni siquiera estando en el mismo edificio, nos aventuramos a reunirnos. No se escuchaba el barullo de los primos ni las voces de los abuelos en torno a la mesa. Estábamos solos mis hijos y yo.
A pesar de todo, me esmeré en mi arreglo y estrené un vestido que tenía guardado. Pero mis hijos me discutieron cuando les pedí que usaran ropa de fiesta. “¡Estamos en cuarentena!”, dijo uno; “¿Quién nos va a ver?”, dijo otro. Les contesté que esa es la manera de honrar la fecha. Así que había uno en shorts, pero en vez de chancletas, con zapatillas. Otro con el pantalón de su pijama, ah, pero con una camisa manga larga de botones (parecía que estaba listo para hacer una llamada en Zoom con D-s). El mayor no se quiso poner camisa, pero hizo énfasis en que el t-shirt que tenía puesto no era uno cualquiera. “Es mi favorito”, recalcó, como si eso lo hiciera más elegante. Torcí los ojos. Estoy evitando las polémicas en tiempos de cuarentena.
Sobre la mesa, puse unas pocas flores que conseguí del súper gracias al mensajero de Asap, una imagen muy distante a los frondosos arreglos que suelen engalanar mi mesa cuando es noche de fiesta. En vez de un cabello que indica que estuve por el salón de belleza, lucí una galluza que en la desesperación del aburrimiento yo misma me corté un día atrás. Por su lado, mis hijos también sucumbieron a la tendencia do-it-yourself y se veían guapos, aunque extraños, con su corte casero, rapados estilo pelotón.
Escuchando a mi hijo mayor recitar las plegarias del seder, no se me escapó la ironía de celebrar la libertad, estando presos en nuestras propias casas. Creo que la cuarentena nos ha traído múltiples lecciones, pero anoche me puse a analizar esta.
Usualmente pensamos que es libre quien tiene la facultad de hacer lo que quiere, cuándo y dónde quiere. Pero hoy más que nunca, aprecio la verdadera dimensión de esta palabra. Para mí tiene más que ver con lo que logras abstenerte de hacer, que con lo que ultimadamente haces.
Así pues, pienso que eres libre cuando decides ver la vida con optimismo y no sucumbir a la desesperanza. Eres libre cuando la vida te da limones, y regalas limonada. Cuando te sobrepones a tu instinto, y te quedas recluido en casa, en vez de violar una cuarentena. Cuando antepones el bien común, a tu capricho personal. Al apreciar la belleza de una mesa un tanto vacía de gente, pero rica en las tradiciones que recibiste de tus padres, y ahora compartes con tus hijos.