Para el taxista de seguro esta era una carrera de rutina: trasladar turistas en su Mercedes Benz negro desde un punto hacia otro en Estocolmo. Esa fue la primera parada en el viaje que concluí el domingo por el Báltico.
Por la ventana yo miraba cómo dejábamos atrás ríos, canales, muros de piedra y el barrio antiguo de Gamla Stan, en camino hacia el museo de Abba.
Él era iraní y me preguntó que de dónde éramos nosotros. Estoy acostumbrada a que me respondan “¿dónde queda eso?”, cuando digo “Panamá”, y a tener que mencionar el Canal, Durán, Noriega y la invasión para generar entendimiento. Pero en este caso, al contestarle al taxista, lo primero que me dijo fue que recordaba que nuestro equipo se estrenó en un Mundial el año pasado en Rusia. “Your team no play good”, exclamó en un inglés cojo, “but you were the happier team”.
Pues sí, nuestro equipo fue el que terminó de último en el ranking del Mundial, pero mira tú, lo que más recordaba este señor fue la alegría panameña. Me puse feliz.
Me fascina viajar. A mí solo me dicen “vamos”, y estoy. Luego pido detalles. Me encanta montarme en un avión, llegar a nuevos destinos, recorrerlos, sumarlos a mi lista de países conocidos, tomarles fotos, compartirlas en mis redes, visitar sus sitios icónicos, probar sus dulces, hablar con su gente y marinarme en otros climas que nuestra pegajosa humedad.
Esta vez tomé un crucero de una semana desde Suecia hasta Dinamarca. Cada destino era más hermoso que el anterior y todos los días me enamoraba nuevamente: del esplendor de los museos en Rusia; la fortaleza medieval en Estonia; las casitas de colores en Warnemünde, Alemania; y las bandas tocando música en vivo en cada placita de Copenhague.
En cada parada me decía: “Me encantaría vivir acá”. En todas las fotos que me tomé parecía que me había tragado la tierra y me había lanzado adentro de una postal.
Peroooo, en cada destino la realidad me daba una cachetada: la gente es bien fría, llegando a ser hasta descortés e incluso abiertamente hostil.
Muchos de estos países se sacudieron las cenizas que dejaron las guerras mundiales. Las noches en sus inviernos son largas y el frío es brutal. Tal vez esas son algunas razones por las que la gente es así. Eso, o simplemente no les interesa mucho caerle bien a los turistas.
Desde la mesera que me hizo una mala cara por pedirle una Coca-Cola adicional, y el dependiente que me contestó feo porque le pregunté si podía pagar algo en dólares, hasta el ciclista en el tren que prácticamente nos sacó de nuestros puestos porque al parecer las bicicletas tenían prioridad en ese espacio, o el taxista que me reclamó durante los 10 minutos que duró el viaje mi osadía de pedirle que siguiera el taxi en el que iba el resto de mi grupo para no perdernos. (Según él, no podía hacer dos cosas a la vez: manejar y seguir un carro. Ni que hacerlo en una avenida congestionada fuera algo de Rápido y Furiosos. Ese señor ni sabe. Que venga a Panamá; le enseñamos a manejar de verdad).
Hablando de Panamá, acá somos inconformes, criticones, desordenados. Pero también campechanos, cálidos y alegres. Que los europeos se queden con sus casitas de colores; son bellas para visitar. Pero para vivir, me quedo con Panamá… y su gente.