Estaba esperando el ascensor. No había pasado ni un minuto desde que puse un pie afuera de mi casa, y ya me estaba ahogando. Detesto la nueva normalidad.

Así como tengo una gaveta de medias y otra de pañuelos, ahora tengo una llena de mascarillas, entre las que han donado, he comprado y me han regalado. Cuando me arreglo para salir, ya no combino cartera o zapatos: el accesorio de la temporada son los cubrebocas. Pero ni así los quiero usar, y es terrible, porque ya no sé qué es peor: aventurarme al mundo exterior o quedarme más días en casa.

Desde que empezó la cuarentena, solo he salido un puñado de veces para hacer mandados puntuales.

Ir al cajero para poder pagar quincenas, recoger la frutería o ir a la farmacia eran el equivalente a un día de campo, una oportunidad bienvenida para romper la monotonía y airearme cada dos o tres semanas. Pero ya ni eso.

La penúltima vez que salí fui al súper. Entre agarrar mi frasco de gel antibacterial en  una mano, tratar de empujar la carretilla con la otra, sofocarme con la mascarilla y  no reconocer a nadie con esos rostros tapados, comencé a sentir una desesperación que creo que es lo que antecede a un ataque de ansiedad.

Pero la última vez que salí fue peor. Solo en lo que me demoró llegar a mi carro (o  sea, nada), ya me palpitaba la frente con una leve migraña. Las primeras veces que salí, me dejaba la mascarilla puesta hasta que retornara a salvo a mi casa. No quería estar manipulando innecesariamente el trasto ese. Pero en esta ocasión, apenas cerré la puerta del carro me la quité como quien sale a la superficie del agua.

Tampoco puedo manejar. Corrijo, manejo, pero con mi visión periférica seriamente comprometida. Entre no disfrutar canciones, sentir que mi cara está en un sauna y el miedo a chocarme, ya me voy quitando y poniendo intermitentemente la mascarilla.

Cuando llego a la farmacia la trama se complica. La galluza me tapa la frente, y me la tengo que correr con los dedos para que me puedan tomar la temperatura antes de ingresar. Pues si tenía virus en los dedos, ya me lo unté en la cara.

La puerta de la farmacia está cerrada, así que me toca usar las manos. Me dan ganas de dar la vuelta e irme. En mi neurosis máscara-inducida, la cosas se van agravando progresivamente. ¿Me pongo gel después o ahora? Pues en ambas ocasiones y en todas las que hayan de por medio.

A la hora de pagar, titubeo antes de sacar mi billetera. Cuando meto la mano en mi cartera, puedo visualizar a los gérmenes desbocándose adentro. Me sacudo de vuelta a la realidad y comienzo a frotarme gel en las manos, cartera y billetera.

Volví a mi casa mentalmente extenuada de una salida de 40 minutos.

Les voy a decir algo: si no me da coronavirus, lo que va a afectar mi salud es migraña, taquicardia y ansiedad. Así que decidí que no salgo más. Si hace falta jugo, que tomen agua. Si no hay huevos, que coman pan. Si hay que comprar algo, pues que alguien más lo busque o que otro nos lo traiga.

Si esto es lo que se siente la nueva normalidad, entonces prefiero ser una anormal.