No recuerdo de dónde venía, pero no hace diferencia. Lo cierto es que me estacioné en el garaje de mi edificio, me bajé del auto, y unos pasos más adelante se me acercó un chofer que ni siquiera trabajaba para mí.

“Señora Sarita, disculpe que la moleste, pero necesito pedirle un favor”, apeló con voz afligida. “Mi hija cumple años mañana, y lo que más quiere es una bicicleta. Le pedí a mi jefe que me preste $100, pero usted sabe cómo es él. ¿Será que usted me los puede prestar?”.

Este era un tipo adulto, un poco panzón, con cara de puchero, mencionando su pequeña hija y una bicicleta. Aunque no me sabía ni su apellido, me solidaricé con la causa y le presté el dinero, que supuestamente me iba a devolver en dos quincenas.

Más nunca lo volví a ver. Su jefe tampoco.

Fui estafada y no me da pena decirlo, porque en algún momento todos hemos sido víctimas de la malicia de otros o de nuestra propia estupidez.

Saco esto a colación porque vi la película El Estafador de Tinder, y me divierte el desdén con que la mayoría de las personas se expresa de las pobres víctimas. Ahora resulta que nunca nadie ha sido timado, engañado, estafado. Pernilla y Cecilia son las únicas tontas sobre la faz de la tierra.

Conozco gente que ha brincado de emoción cuando un extraño llamó para decirles que se ganaron mil dólares. Personas que se han metido en telares, pirámides y hasta rectángulos, seducidos por la promesa de convertirse en millonarios. Una conocida le pagó $70 a una personal shopper, que en vez de materializar piezas de vestir, hizo magia y se desvaneció. Algunos inocentes han entregado iPhones (¡más de una vez!) a desconocidos que se hicieron pasar por compradores en Encuentra 24, y se quedaron sin dinero ni celular. Y la peor, la historia de una mujer que le prestó $20,000 a su novio para invertirlo en combustible en Rusia, dinero que supuestamente se iba a convertir en $300 mil en menos de una semana. Todas estas son historias de la vida real, y si estas cosas no pasaran, las cartas de los herederos nigerianos nunca hubieran vivido en la infamia.

En otras palabras, si somos tan prestos a creerle a un extraño, ¿quiénes somos para criticar o burlarnos de mujeres que se endeudaron por creer en alguien cercano cuya única finalidad era engañarlas?

No estoy haciendo una apología por las víctimas; solo digo que el trabajo de un estafador es, precisamente, estafar. Estos sujetos deambulan por el mundo buscando su siguiente presa, determinando sus debilidades y la mejor forma de aprovecharlas.

Yo digo que, en vez de culpar a los afectados por las desdichas a las que son sujetas, deberíamos apuntar nuestros dedos hacia los malos.

Este es un tema en el que pienso a menudo, y siempre llego a la misma conclusión: preferimos pensar que vivimos en un mundo repleto de bobos. Asusta menos que admitir que nos rodea tanta maldad.