Para algunas personas, intentar expresarse es como jugar un partido de básquet: tratan de encestar la bola en la canasta, pero fallan miserablemente. La esfera cae a tres metros de distancia, rebota en la cabeza de un espectador y termina en las gradas, donde se forma un melele.

Lo que trato de decirles es que, a veces, la intención puede ser buena, pero los resultados son muy, muy torpes.

Hace unos días estaba en un evento social, y cuando fui por un café, me topé con una persona que no es tan cercana como para catalogarla de amiga, pero sí la conozco lo suficiente como para entablar una conversación casual y preguntarle de su vida. Algunos meses atrás pasó por un divorcio, y de eso terminamos hablando.

Se veía muy bien, no solo en su aspecto. Su sonrisa era genuina, había perdido unas libras que no necesitaba y proyectaba la serenidad de un vaso de agua: claro, puro e imperturbable. Un estado que entendemos quienes logramos llegar a la orilla, tras nadar en una tormenta.

“El otro día alguien me miró apenado, y me dijo que ojalá tenga suerte”, me confió. “¿Qué le hace pensar que no tengo suerte o que necesito su lástima?”.

Me recordé de los comentarios desacertados que me hicieron a mí en su momento. “Eres joven. ¡Vas a poder rehacer tu vida!”, me decían, si bien con buenas intenciones, muy estúpidamente. Me divorcié; no es que me morí.

Aunque es doloroso, el final de un matrimonio no es el colapso de una vida. Esta cambia, pero sigue. Y dependiendo de los factores, mejor que antes.

¿Será que se refieren a que una vida completa involucra tener pareja? Un mal matrimonio puede ser un castillo vacío con paredes rajadas.

Me molestaba mucho la palabra “rehacer”, pero recordarlo ahora me da risa.

Reviso mi imagen en el espejo. Pienso en las páginas garabateadas de mi agenda y las andanzas que llenan mis días. Coloridos hilos tejen mi realidad.


Mi vida no necesita rehacerse ni remodelarse; es hermosa, tal como está.