El verano es tan indeciso como yo. El sol sonríe entre nubes que descargan una lluvia pasajera, mientras debato si debo seguir adelante o dar la vuelta y regresarme. Pero mis dudas son fútiles: estoy al timón de mi carro, esquivando huecos y camiones, rumbo al interior.
Ser mamá es navegar por un camino minado, en que cualquier paso en falso te puede explotar en la cara.
En tiempos de escuela es un problema levantar a Gabriel -12 años- para que vaya a clases. Ahora, en vacaciones, es un reto lograr que aproveche el tiempo y lo utilice en actividades productivas, que no involucren dispositivos electrónicos.
Por eso, cuando me llegó la volante anunciando un curso de verano y me enteré de que varios de sus amigos iban, no dudé en inscribirlo. Ya vería yo cómo lograr que fuera. O sea, obligarlo.
Los primeros días supusieron un desafío, pero lo que se convirtió en misión imposible fue convencerlo de ir a la excursión al interior, donde disfrutarían actividades en la naturaleza y pasarían una noche durmiendo en carpas.
Si soy honesta, la palabra correcta no es convencer. Tuve que dialogar, insistir, coaccionar, amenazar, e incluso sobornar. Al final, logré que se montara en el bus diciéndole que, si de verdad, verdad, la estaba pasando mal, iba a ir a buscarlo.
Eso fue a las 9:00 de la mañana. A las 2:00 de la tarde tenía varios mensajes y llamadas solicitando que alguien lo recogiera. Por “default”, esa persona sería yo.
Llamé a mi amiga Tammy. Le conté mi dilema y me respondió: “Trata de disuadirlo, pero si no se queda, debes cumplir tu palabra”. No pude disuadirlo.
Mientras cruzaba el Puente de las Américas, seguía debatiendo si era mejor dejarlo en contra de su voluntad, o respetar el trato y buscarlo. Creo que lo que me convenció fueron sus mensajes en Whatsapp de “me mentiste” y “no te voy a perdonar ni en Kipur” (el Día del Perdón).
Al final consideré más valioso enseñarle que hay que cumplir la palabra, aunque no estoy segura si entendió eso o llegó a la conclusión de que su mamá es una blandengue.
Como no soy Uber, cuando llegué donde estaba (92 kilómetros más tarde), me bajé del carro, y al ver lo bien que la estaban pasando, casi lo dejo y emprendo el camino en reversa sola. Pero definitivamente Gabriel es hijo de su madre y no nació para dormir -voluntariamente- en carpas.
Sus amigos me hicieron un recorrido del campamento, nos enseñaron a prender fuego en modo “Survivor” y comimos pizza calentada en fogata. Cuando ya nos íbamos, una de las organizadoras me dijo: “Qué buena mamá eres de haber venido hasta acá”. Pienso que una mejor mamá lo hubiera dejado, pero quién soy yo para opinar.
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