Procuro evitar temas complicados y conflictivos. Pero si en este espacio les he contado del arroz con mango que se forma en mi casa cuando mis hijos se comen mis helados, y la manera en que me trastornan los conductores que no saben manejar en una rotonda, ¿cómo no voy a decir nada sobre la situación actual en Israel? Allá, mi tío, primos y amigos han tenido que estar entrando y saliendo de bunkers, porque les han estado lloviendo misiles.

No me puedo quedar callada cuando veo que el conflicto ya no es en el aire y la tierra, sino una guerra mediática donde proliferan las mentiras y los osados que, no conformes con distorsionar la historia, deciden reescribirla por completo. Las redes sociales se han convertido en las gradas donde cada quien le hace barra a su equipo, como si fuera una infortunada competencia deportiva, con reglas turbias y retorcidas.

Hace unos días me encontré con una amiga no judía, quien me preguntó por mi familia en Israel. Me explayé un poco con mi respuesta y ella me contestó algo que me dejó pensando: “Sarita, te sigo en Instagram a ti y también a una amiga árabe. Es increíble, pero ustedes dos comparten exactamente lo mismo sobre el tema”. Obviamente, yo lo hago desde la perspectiva de Israel, y ella, desde el punto de vista contrario.

Soy orgullosamente panameña, nacida en Japón, pero con un vínculo espiritual y religioso milenario e inquebrantable con la tierra prometida al pueblo de Israel.

Para entender el conflicto palestino-israelí hay que retroceder siglos, y hasta milenios, de historia. Y que cualquier persona –sea quien sea- pretenda minimizarlo en un post, algunos stories, memes o infografías, no solo es absurdo, sino atrevido. Por eso yo tampoco voy a tratar de hacerlo en la humilde paginita de esta columna, pero sí los invito a que lean, busquen información veraz, y analicen los hechos, comenzando con el texto más antiguo: la Biblia misma. Y no hay que ser creyente. Después de todo, la arqueología testifica donde hace falta religión.

He tenido la dicha de visitar Israel en múltiples ocasiones y en cada una de ellas me ha embargado la sensación que siente una hija, cuando vuelve a casa de sus padres. He vertido mi corazón ante el Muro de Los Lamentos y me he maravillado cuando el sol baña de oro la ciudad.

Los héroes de mi infancia fueron los mismos que los de otros niños ochenteros, pero también lo fue Sansón, con su magnífica fuerza, y Daniel, que estuvo en la fosa de los leones. Abraham, Isaac y Yaacov son nuestros venerables patriarcas, y Sara, Rivka, Rahel y Lea, las mujeres que me enseñaron a emular. Al día de hoy, no puedo prender las velas de Janucá, sin imaginar la valerosa batalla de un puñado de macabeos, contra el poderoso imperio grecosirio.

Hay una mítica historia en cada cima, bajo cada piedra, en este pequeñito pedazo de tierra. A muchos les asombrará saber que mide solo 22 mil kilómetros cuadrados. Es apenas un tercio de los 75 mil que mide Panamá.

Israel me recuerda a un valeroso David, rodeado de Goliats. Pero a pesar de su tamaño, es un país que ha parido flores en el desierto, pero ese es el menor de los milagros. Israel existe, y muy a pesar de sus enemigos, subsiste.