Hay dos tipos de preocupaciones: las trascendentales y las irrelevantes.
En la primera categoría están: ¿Qué va a pasar? ¿Tendré sustento? ¿Estaremos bien?
En la segunda están las otras, esas que al principio de la cuarentena muchas mujeres rumiábamos en el silencio de nuestra cabeza, porque la verdad, ¿quién se atrevía a vocear, en alto, preocupación por el color de su cabello?
Menos mal tuve la previsión de ir al salón de belleza antes de que empezara el encierro. Cuando la puerta de mi casa se cerró por última vez, tenía un tinte relativamente recién hecho, blower fresco y uñas libres de pellejitos. Si yo fuera un carro, hubiera estado con el tanque lleno. Pero no llegué muy lejos: al poco tiempo empezaron a asomarse las primeras canas traidoras.
Al inicio creí que la cuarentena iba a durar dos semanas –jaja, qué ilusa. Pero cuando las cosas fueron demorando y las canas proliferaron, mi mamá me sale con “hazte tú misma el tinte”. Pfft, as if.
No sé hacerlo, no tengo ni peinilla en mi casa, además que hace poco había estado en Barcelona, España, y aproveché para visitar el salón de belleza de Ana Lérida (alguien que sigo en Instagram). Demoró seis horas que aclararan mi cabello al tono que quería, y yo no iba a ponerme a experimentar en mi baño, aquí en Panamá, con eso. ¡Seguro mataba en minutos un trabajo que tardó horas!
Hasta que empecé a parecerme a Lily Munster y no quedó de otra. El día que salí y fui a la farmacia, hice un recorrido detallado por el pasillo de los tintes. ¡Había tantas marcas, colores y opciones! Ana Lérida me había apuntado la fórmula de mi color para que pudieran replicarlo en el salón de belleza en Panamá: número 6’01 y 5 de Richesse de L’oreal, con revelador de 15 volúmenes en partes iguales. Así que en la farmacia compré una cajita que decía ‘Castaño’.
De vuelta en mi casa hice mi ritual respectivo de desinfección post salida, vi televisión, di vueltas, comí, hablé por teléfono y me puse a chatear, tratando de dilatar el momento que temía, hasta que entré al baño, y al ver el tinte al lado de mi lavamanos dije: “¿quién es más grande, Sarita? ¿Tú o esa cajeta?”. Y puse manos a la obra. Solo me lo apliqué en la línea de la frente y en todas mis posibles partiduras. No me lo puse en la parte de atrás porque no alcanzo, además de que ojos que no ven, corazón que no le importa.
Me da risa que algunas amigas me sugirieron: “Dile a tus hijos que te ayuden”. ¿Están locas o qué?
¿Cómo voy a PERMITIR que mis hijos me vean con los pelos parados, las raíces embatunadas de tinte y destilando olor a peróxido? Ellos piensan que su mamá es bella; dejémoslo así. Además que hay que mantener cierto misterio. Algunas cosas no se divulgan. Ni siquiera en una pandemia.