Mi vida se desarrolla en tres dimensiones simultáneas. Perpetuamente me debato entre lo que debería hacer, lo que quisiera hacer y lo que en verdad estoy haciendo. Así pues, a veces debería estar organizando los clósets de mis hijos, pero quisiera estar relajada en una hamaca en la playa, ¿pero saben qué? En verdad estoy acostada en mi cuarto viendo Netflix.
En cuanto a las cosas que debo hacer, quiero subrayar que de una manera u otra, siempre cumplo con lo que me toca y hasta un poco más. Pero entonces, a veces siento que me he convertido en uno de esos malabaristas que vemos a cada rato en los semáforos de la ciudad, que tratan de hacer un show decente, pero de vez en cuando se les cae una pelota. Y yo no quiero que a mí se me caiga ninguna de mis pelotas.
Quiero ser una madre abnegada (lo cual requiere amor, dedicación y tiempo), una buena amiga (lo cual requiere lealtad y tiempo), un activo para la empresa (lo cual requiere capacidad y tiempo)… como ven, todo requiere tiempo, y aunque una sea súper organizada y esté armada con su agenda e intenciones hasta los dientes, pase lo que pase, el día solo tiene 24 horas y siempre quedan cosas que uno pudo hacer mejor.
Así que tengo un cargo de conciencia perpetuo. Cuando estoy en la oficina, siento que me extrañan en mi casa. Pero cuando estoy en mi casa, siento que debería estar adelantando cosas en la oficina. Y cuando voy a salir a almorzar con mis amigas, manejo eso casi como una operación encubierta. De alguna manera, siempre siento que hay otro lugar donde debería estar haciendo otra cosa.
Puedo vivir con ese sentimiento, salvo una excepción: lo que tiene que ver con la escuela y mis hijos. Cada vez que me llaman de la escuela porque alguno de ellos hizo una trastada o está flaqueando en alguna materia, me siento juzgada (más que nada por mí misma, porque los profesores y las coordinadoras en el colegio de mis hijos son un amor. Pero igual siempre me queda la duda de que si es que piensan que no les dedico suficiente tiempo, no chequeo con frecuencia el Renweb, o no estoy encima de sus cosas, aunque hago lo mejor que puedo).
Pero el otro día me pasó algo fenomenal. Llevé mi hijo al dentista, y salí temprano de la oficina con ese fin. Y mientras esperaba casi “dos horas” a que le arreglaran los dientes al chiquillo, ¿saben quién llegó? ¡El director de la escuela! Al parecer su hija se atiende en la misma clínica, y me sentí tan validada, reivindicada, emocionada, y todo lo que termina con “ada”.
Tuvimos una conversación muy cordial, pero en mis adentros yo tiraba confeti y pensaba. “¿Ve, ve? Atiendo a mis hijos. Me preocupan sus dientes. Los traigo al dentista. Dejo todo lo demás, para encargarme de ellos”.
Esto podrá sonar como lo más bobo que hayan leído en la semana, pero a mí ese encuentro me hizo el mes.