Estoy enganchada en un juego en el celular llamado Gardenscapes. Y es todo gracias a mi hijo Gabriel. O mejor dicho, por culpa de él.
Todo empezó hace unos meses, en que me trajo su celular y me pidió que lo ayudara a pasar un nivel en un juego en el que había que ir haciendo tríos de flores y frutitas, limpiar hierba, explotar rocas y liberar abejitas en un jardín. Bueno, me complace reportarles que le pasé ese nivel, los próximos 20, y el chiquillo se enojó conmigo porque no le quería devolver su aparato.
Comencé a usarlo mientras él dormía, porque me volví adicta al juego y a la satisfacción de ir subiendo niveles. Hasta que de pronto se me ocurrió, ¡duh!, por qué mejor no descargo el juego en mi propio celular, lo cual hice, y rápidamente se convirtió en mi pasatiempo favorito.
En mi vida A.C. (antes de Cuarentena), jugaba mientras me atendían en el salón de belleza, metida en el tranque y todas las noches antes de dormir. Solo tienes cinco vidas, y cuando las pierdes, debes esperar una hora para que se recarguen, a menos que compres más o te ganes un bono de vidas ilimitadas que va desde 30 minutos hasta tres horas. Y sí, me he quedado jugando Gardenscapes tres horas seguidas y, a veces, un poco más.
A principios de marzo iba por el nivel 800 y pico. Hoy, un día a mediados de junio, y tras varios meses de cuarentena (grrrr), ya voy por el 1,913.
Me da risa (¿o vergüenza?) que yo, que trato de limitar el tiempo que mis hijos pasan en línea, a veces no les contesto cuando me hablan por estar enfrascada en un duelo contra la pantalla. Pero el otro día tuve una micro revelación: si usamos estos juegos con sabiduría, podemos aprender varias cosas mientras nos entretenemos.
Primero, a tener paciencia. ¿Saben lo desesperante que es tener que esperar 20 minutos por una vida o una hora para que se recarguen todas? No pareciera mucho, pero cuando estás obsesionado con pasar un nivel, y solo te faltaba podar un cuadrito de grama para triunfar, se hace interminable.
Segundo, a ponerte límites. Como les dije, mi celular fácilmente se convierte en una puerta al matrix, donde digo “chao que te veo”. Así que debo reponerme a las ganas de quedarme jugando por horas, aunque tenga vidas gratis, para ser responsable y atender mis cosas (y para que después Gabriel no me use de ejemplo ni excusa para jugar Fortnite y no hacer sus tareas).
Y por último, lo más notable. En el juego, cada pantalla tiene una cantidad de movimientos que puedes hacer para cumplir la misión correspondiente. Ciertos niveles son muy difíciles, pero hay recursos que te pueden ayudar. Por ejemplo, un fuego artificial que explota la frutita de al lado, un barril de TNT que se vuela todo en la periferia, o un disco de colores que puede eliminar todas las fichas de un mismo color del tablero. Estas herramientas son muy útiles… casi siempre, porque en ocasiones las puedes tener todas, pero no sirven de nada. Algo así como la vida, en que a veces no hay atajos ni salvavidas y te toca remar como puedas.
En fin, lo que enseña un videojuego es útil para los niños… y también sus mamás.