A veces viajo sola, otras con mis hijos, o con familia, a veces con amigas, otras con colegas, y otras con desconocidos.
Cada uno de esos escenarios tiene algo bueno y algo malo, factores que pueden ser frustrantes o que resulten divertidos.
Mi último viaje fue con un grupo de veintipico personas, desde los 3 hasta 80 y tantos años de edad. Entonces, se imaginarán que cada día, cada tour, cada comida era un tira y jala potencial.
Por ejemplo, el día que llegamos a El Museo. No es un nombre propio, pero lo pongo en mayúsculas porque llegar a Rusia y no ir al Hermitage, bueno, para eso mejor quédate viendo series y comiendo Cheez Whiz en tu casa.
Así que llegamos a El Museo. Mientras los más aplicados se estaban ajustando los dispositivos para escuchar la audioguía, otros ya estaban enrollando los audífonos y guardándolos en sus bolsillos, dándole un tortazo al recuerdo de Pedro el Grande y Catalina. (Esos seguro son los que dormían en las clases de historia en los tiempos de escuela).
Mientras todos esperábamos a la que fue al baño, los más chiquitos ojeaban con lujuria el giftshop y uno lloraba porque quería que le compraran una pluma conmemorativa. “Maaa, por fis, ¡solo vale dos euros!”, me decía, porque claro, tenía que ser uno de mis hijos.
Alguien quiere saber cuándo nos vamos (nota: el tour aún no ha empezado), y los más flojos (adolescentes, claro) preguntando que cuánto vamos a tener que caminar. Se reaviva la esperanza y los ojos de nuestra guía casi brillan cuando, desde atrás, alguien le pregunta que si vamos a ver el cuadro de Rembrandt, El Sacrificio de Isaac.
Otro día llegamos a un jardín botánico. Una se quedó atrás esperando a que el turista con la camisa color melocotón se corriera para que no saliera en su selfi. Cuando finalmente se tomó su selfi (que si te pones a contar en verdad fueron 87), se quedó escogiendo cuál le gustaba más. Y cuando finalmente escogió cuál le gustaba más, bueno, ya era hora de editarla un poquito.
Mientras, el líder del grupo (porque siempre hay uno en cada grupo), lleva el pulso de la agenda del día, para aprovechar cada segundo y arriar el resto con precisión militar. Pero claro, también hay disidentes, esos que conforme va pasando el día, desaparecen. Agarraron un taxi y se fueron por su lado. A los que quedamos se nos ocurre apodarlos “los bolcheviques”. Nos reímos malévolamente.
En otra ocasión, nuestro líder se fue caminando, pensando (equivocadamente) que los demás lo estábamos siguiendo. Pero los demás ni nos dimos cuenta de que se había ido, así que nos quedamos curioseando los puestos de artesanías contiguas al punto donde nos “perdimos” y sacando partido a nuestra recién descubierta libertad. Uno contemplaba el mar, la otra debatía si comprarle un peluche celeste o rosado a su hija, y yo me medía ponchos tejidos, indecisa de si me va mejor el mostaza o el negro. Bueno, 15 minutos más tarde se prendió el rancho. Salimos todos regañados.
Después de ese día yo misma me encontré en un paseo con los desertores. Subimos a trenes, hicimos trasbordos, fuimos, volvimos y no nos perdimos. (El tren hizo nueve paradas y no nos bajamos en ninguna equivocada). Puntos extras para los bolcheviques.