Ambas esperábamos el ascensor en el aeropuerto para subir a la salita de Copa. Ella con su marido; yo iba sola.

“¿A dónde viajas?”, me preguntó esta conocida,  luego de intercambiar saludos. Le conté que iba a España, a atender unos asuntos personales.

“¿Y vas sola?”, repuso. Cuando le contesté que sí, me dijo: “Wow, te felicito”, o algo así por el estilo. Esa frase se quedó conmigo desde que abordé el avión, hasta que volví una semana después a mi casa.

No había  reparado en que esta era la primera vez que viajaba tan lejos, por mi cuenta. Digo, tampoco es que hacerlo merezca una medalla, pero en ese momento me sentí verdaderamente adulta. Y libre.

Cuando te vas a sumergir en una piscina fría o en un jacuzzi caliente, lo vas haciendo de a poquito. Primero metes un pie, luego la pierna, y te vas acomodando poco a poco, hasta ponerte a gusto. Como algo así funciona la vida. Para cuando te acostumbras a una situación o circunstancia, ya no recuerdas bien la mecánica de cómo llegaste a estar en esa posición.

A mí se me había olvidado, hasta ese momento. Y sentí que entre más lejos viajo, más cerca llego de encontrarme a mí misma.

El placer de admirar un atardecer, a 30 mil pies de altura, desde la ventana del avión; acurrucarme con un buen libro; saborear una rica comida; explorar destinos hasta entonces desconocidos; pedir un taxi, tomar un tren, atender cosas y resolver asuntos… no sé, te hace valorar que la persona que nunca te falla, y siempre está contigo, eres tú.

Algunas personas encuentran ese silencio opresivo. Para mí es como una melodía deliciosa, para  disfrutar de vez en cuando, no para escucharla todos los días.

Al final, en esos recorridos que hacemos, aprendemos de los lugares a donde vamos, pero más que nada… descubrimos las distancias que hemos abarcado.