Cuando me casé con mi actual marido, el 6 de enero de 1984, se aglomeró en nuestra casa una familia instantánea compuesta por tres hijas. Dos que traía yo y una de él. Ingenuamente ambos entramos al nuevo hogar con la ilusión, o más bien el convencimiento, de que todo sería perfecto. ¿Cómo más podía ser si las chiquillas se llevaban apenas uno o dos años entre ellas? Pues como es la vida real, aquella en que existen los celos, las inseguridades y las diferencias de carácter.

No fueron fáciles los primeros años, pero como suele suceder cuando uno tiene las ganas, las energías y se cumplen las reglas del trabajo en equipo, la cosa se fue poniendo cada vez más sencilla. Y así, luego de 34, las costuras entre los tuyos, los míos y los nuestros se han planchado tanto que ya casi no se ven. De eso estamos muy orgullosos.

Lo que no hemos podido hacer es detener el tiempo y es así como este año nos ha tocado ver a la primera del clan, Anna, llegar a los 40. ¡Ufff! Suena grande ese número. Ya saben, en mi libro, los cumpleaños terminados en cero o cinco se celebran con más comida que el resto. Como diría Forrest Gump “por ningún motivo en particular”, más bien porque a mí se me antoja que así es. Dado este hecho y considerando que Anna vive en Seattle, Washington, con su familia, nos fuimos para allá a participar en la celebración.

Luego de que superamos eso de tener una hija de 40 años –a pesar de que nosotros nos sentimos apenas de 42- el asunto estuvo muy divertido. Nos hizo un día precioso, después de unos cuantos medio fríos, así es que por esa parte fue perfecto. Todo estuvo listo a tiempo y cerramos la noche con la impresión de que los invitados se habían divertido mucho.

Luego del revulú tuvimos tiempo para descansar durante un domingo que nos regalamos exclusivamente para este fin, el cual coincidió con el Día del Padre y algún juego del Mundial. Opino que en el universo masculino no hay mucho más que pedir.

Dar gracias es lo que toca. Gracias por poder ver a esta familia crecer. Por poder celebrar cada año cinco cumpleaños, más aquellos de los parches que no son parches, sino parte integral del cuerpo de este grupo. Gracias por cada nieto que ha llegado y gracias por los que esperamos lleguen más adelante.

Claro que tener una hija de 40 años puede ocasionar un repentino ataque de “me siento viejo/a”, sin embargo, es corto, dura apenas lo que el fugaz pensamiento que trajo el sentimiento, porque uno decide cuán viejo quiere sentirse y por cuánto tiempo.

Regresamos a casa como cada vez que tenemos que dejar a un hijo lejos de nosotros, un poco tristes y nostálgicos, pero siempre contentos de haber podido pasar un tiempo -aunque sea corto- con ellos. Agradecidos de haber podido darle un gran abrazo a Anna en este cumpleaños tan importante y, por supuesto, listos para los próximos.

Honestamente tengo que confesar que estos 34 años se me han pasado volando, y si pudiera jugar con el tiempo me gustaría pedir que los próximos transcurrieran un pelín más despacio, porque no sé si a los 90 y pico tendré energías suficientes para preparar toda la comida que se requiera para celebrar una séptima década. No sé ustedes qué piensan.