Hace un par de semanas mi mamá invitó a un grupo de hijos/nietos/biznietos a almorzar a un restaurante de la localidad. Éramos muchos y era domingo así es que nos apresuramos a pedir antes de que se llenara el lugar.
A mi mamá le gusta el pollo frito que hacen allí porque es como “de la vieja ola”, sin ningún tipo de recubrimiento, solo las presas sazonadas y fritas. Como la orden es grande, aprovechamos para que la compartiera con algunas de las biznietas que son del clan “pollito y papitas”.
Todo iba bien hasta que Abby me llamó desde lejos y cuando me acerqué me dijo en secreto “Bita, este pollo tiene huesos”. ¡Ajá, todos los pollos tienen huesos! Se quedó mirándome con cara de ¿Y ahora qué hago con esto? Yo, por supuesto, igual de perdida que ella porque he pasado toda mi vida comiendo pollo con hueso y no cabe en mi imaginario que alguien no sepa cómo manejar esta tarea.
Bueno, ahí traté de darle una demostración resumida de cómo se come pollo con hueso e hice una anotación mental para incluir en el menú de la próxima cena familiar muslos de pollo con lección de cómo se comen, que obviamente es con la mano, pues solo los cirujanos pueden aprovechar toda la carne de un muslo, atacado con cuchillo y tenedor, el resto de los mortales no tanto.
Es que hasta donde yo recuerdo cuando éramos niños los muslos estaban entre las presas más peleadas entre los chiquillos. Y, ya saben, cada pollo solo tiene dos y, a mediados del siglo XX no era fácil comprar presas por separado como se hace ahora. Se compraba el pollo entero y se repartía como se repartía, básicamente como decidieran los padres.
Yo no tenía que luchar mucho, y actualmente tampoco, pues mi presa favorita siempre ha sido el ala, en segundo lugar, el muslo, de tercero el encuentro y allá los amantes de la pechuga que se jalen los pelos entre ellos. Vivo feliz entre mis huesos.
Con la carne me ocurre lo mismo. Prefiero mil veces un bisté de cinta con hueso a un filete, una chuleta de cerdo antes que un pedazo de lomo del mismo animal. Al final lo que me gusta es chupar los huesos y no me da ni pizca de vergüenza decirlo. De los camarones igualmente quiero chupar la cáscara y la cola, las almejas y mejillones me gustan con concha y por ahí va la cosa.
Llevo días deliberando sobre cómo lograr que los nietos que no han conocido el pollo con huesos entiendan que dominar el arte es una destreza básica para la vida como saber nadar o montar bicicleta. Porque si no me apuro se van a convertir en gente grande sin haber descifrado el misterio. Algo se me ocurrirá en el camino… espero. Y si no, pues solo me quedará compartir con ellos anécdotas de aquellos días en que lo que nos gustaba de la pechuga era atentar a quedarnos con la parte cumplidora de deseos del huesito de la suerte.