Antes de empezar ubiquémonos en el tiempo: yo nací en 1955 así es que debo haber empezado a tener “uso de razón” … no sé, alrededor de 1960, así como por poner una fecha. Ocurre pues que en aquellos días se sabía menos sobre algunos temas que hoy en día. Lo cual, quiero aclarar, me parecía fantástico pues había menos restricciones, sobre todo en el campo de la alimentación.
Eran los tiempos de “lo que no mata engorda”, frase que usaba la “gente grande” cuando nos permitían recoger algo que había caído en un piso limpio y llevarlo a la boca. Más adelante, en los días de los embarazos podíamos comer de todo. Veo ahora que a las piponas les prohíben una lista larga de alimentos. Ni la conozco, ni voy a entrar en ese detalle, pues a mí lo que me está haciendo falta es lamer las aspas de la batidora con el mismo gusto que lo hacía a los cinco años.
Era una tradición réquetedeliciosa. Mi mamá batía sus dulces y nosotros, todos, un millón de chiquillos, revoloteando ansiosamente para que nos dieran o las aspas de la batidora, o la espátula, o el cucharón de palo, o cualquier otro instrumento que hubiese entrado en contacto con la mezcla de lo que estaba preparando.
Luego de la repartición quedábamos todo tranquilos, cada uno sentado en alguna banqueta o silla de la cocina, concentrados en lamer hasta la última partícula que habitaba en cualquiera de los utensilios que nos había tocado. El nivel de experticia para esta labor era asombroso. Como las aspas de las batidoras en esos tiempos solían tener una especie de ranura en cada uno de sus brazos, después de lamer grosso modo la superficie, uno entraba con el dedo a empujar todo lo que estaba en aquellos canales.
Las espátulas casi que se sometían a mordiscos como para extraer hasta lo que se había colado en sus células plásticas, mismo que ocurría con los cucharones de palo. Pero ocurrió que un día algún científico, nutricionista, profesional de la salud pública, no sé, alguien experto en esos temas descubrió/decidió/publicó que era perjudicial comer huevo crudo. ¡Auxilio, socorro! ¿Cómo así que mis pobres nietos se van a tener que privar de aquella maravillosa tradición que yo disfruté tanto?
Les confieso que me cuesta… me cuesta mucho arrancarles todos los utensilios bañados en aquellas deliciosas masas, o las boronitas que caen por ahí cuando se hace masa de galleta. Me cuesta pues yo soy la primera que me quiero comer todo eso. Y ya saben, no se puede dar el mal ejemplo. Y entonces ahorita que le pregunto a Mr. Google si todo eso sigue válido, pues no pierdo la esperanza de que algún día surja algún método para eliminar todos los contaminantes, encuentro que no son solo los huevos los que atormentan sino también la harina. ¡La harina! “Nombe, no”. ¿Qué placeres simples quedarán?
Y, por ser rebelde y llevar la contraria, tengo que compartirles que limpié todas las aspas de todas las batidoras, y todos los cucharones de palo y todas las espátulas (de niña y de grande) y jamás de los jamases me dio ni hipo. Bendito sea Dios que me ha permitido ese placer.
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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