Tal y como les he comentado, este año he tenido algunos problemitas con el calendario. Ese al que debo ceñirme para que mis artículos puedan salir publicados.

Es muy posible que los mismos se deban al calendario por el que ha ido transcurriendo mi vida, que sin lugar a dudas, contribuye a olvidos y a otros eventos desagradables. Uno trata de todo corazón de llevar agendas -varias por si acaso- pero como ahora el tiempo pasa más rápido, cuando uno cree que es martes resulta que es jueves.

Hay días como hoy, en que, ante la posibilidad de que uno de esos movimientos de calendario me atropelle la fecha de entrega, me organizo para enviar un texto que llene no la columna que me toca llenar esta semana, sino la de la que sigue. Ni se enreden con este trabalenguas, pues para la revista Ellas se trabaja con mucha anticipación, así es que ya esto es como para octubre.

Ustedes saben que a mí los viajes me inspiran, si es que existe la inspiración, lo cual yo pongo en tela de duda. Tengo uno pronto y siguiendo el modelo de la inspiración debería producir un artículo –o varios– mientras ando “por allá”, sin embargo, todos sabemos que a veces ese mismo “por allá” ocupa casi todo el tiempo en que nos mantenemos despiertos y se hace difícil producir el texto reglamentario. Y como dicen que vieja precavida vale por mil, yo hago lo propio y converso con ustedes antes de tiempo.

Voy a un destino conocido que nunca deja de sorprenderme: Nueva York. Parece mentira que uno pueda visitar esa ciudad una y otra vez sin aburrirse y encontrar siempre algo nuevo por descubrir. Es la ciudad que se reinventa con frecuencia, con mucha más regularidad de lo que yo la visito, seguramente.

Siendo que en esta época el clima es muy agradable y que tendré oportunidad de asistir a las conferencias del New Yorker Festival -con las que mi mamá me ha enviciado desde hace cuatro años- la cosa pinta muy bien. Sumemos a eso que mi marido me acompañará y finalmente entenderá de qué hablamos cuando cacareamos sobre el dichoso festival y la cosa pinta casi perfecta. Solo por aquello de que perfecto no existe. Extrañaremos a la inventora principal de este viaje -mi mamá- por supuesto, pero ya habrá otros años para que ella regrese. Algún día les contaré cómo es ir a Nueva York con mi mamá para que se les caiga la paletilla. Hoy, ya no me queda espacio.

Ante el riesgo de sucumbir a la tentación de ponerme a organizar más detalles del viaje en lugar de seguir trabajando, que es lo que debo hacer en este momento, los voy dejando por el momento. Además, siempre hay que dejar algo de tiempo para la improvisación y hacer que el paseo resulte más interesante. Son esos momentos de “vamos a sentarnos un ratito aquí” los que hacen que el viaje se sienta como mini luna de miel, evento que las parejas casadas deben incluir en su rutina con más frecuencia de lo que lo hacen para que no se agote la miel.

Cierro pues, y vuelvo al trabajo. Ya les contaré cómo me fue.