Ustedes me conocen bien. Llevamos muchos años compartiendo anécdotas, cuentos, chismes, imaginarios, eventos familiares y cualquier otra cosa que se me ocurra al momento de posar la vista sobre la pantalla de mi computadora o en el semáforo de la Ave. Federico Boyd y Vía España. Ese punto es especialmente inspirador. ¡Vaya usted a saber por qué!

Quizás porque a la vera está la Iglesia del Carmen, primer templo en el que conocí estatuas de ángeles y algunos secretos de mi padre, sin dejar por fuera las misas con mantilla a las que acompañaba a mi abuela y la monedita de diez centavos que me daba para echar en la limosna. Seguida por otra que se reservaba para el señor que esperaba siempre en la misma esquinita al lado izquierdo del espacio cubierto a la salida. Recostado siempre sobre la misma columna, con su muleta a un lado porque le faltaba una pierna.

Esta retahíla para recordarles que ciertas imágenes -o casi todas- suelen llevarme de viaje a los lugares más extraños del universo. Y muchos de ellos no son ni siquiera destinos físicos, sino sensaciones. Así me funciona la mente. Y lo raro es que, como les he comentado miles de veces, tengo un olfato muy deficiente, por no decir nulo, pero son muchos los aromas, por tenues que sean, los que me hacen viajar.

Vuelvo al tema, que no les dicho cuál es, por cierto. Es un viaje, supongo que eso ya lo concluyeron. Estamos en la semana del “Sangibin”, Thanksgiving bien dicho, de la fiesta de Acción de Gracias, del Día del Pavo que son uno y el mismo. Ya saben, la misma chola con distinta pollera. Saben también -porque se los he dicho- que no celebro esta fiesta. ¡Uy!, me estoy dando cuenta que lo único que no saben de mi vida es qué llevo puesto en este instante, pues todo lo demás ya ha sido dicho. En blanco y negro.

Regreso. A pesar de que este año, al igual que el anterior y el anterior y el anterior, en esta cocina no se horneó pavo, tengo bien claro aquellas en que mi mesa se vistió de otoño. Fundamentalmente, en aquellos años -dos o tres- en que tenía personajes norteamericanos en casa y no puede uno hospedarlos y no celebrarles su fiesta más importante. Y cada vez que recuerdo esos pavitos me visita el ‘turducken’, aquel pavo deshuesado que dentro lleva un pato deshuesado y más adentro un pollito deshuesado, cubierto todo con una buena porción de relleno para poder coser el ave y dejarla como si no hubiese sido destripada por Jack, el de Londres. El nombre viene de turkey, duck y chicken y no ceso de preguntarme cómo se diría en nuestra lengua castellana ¿papallo? ¿papapo?

Este proyecto me tomó como una semana de trabajo pues fui deshuesando y congelando las aves con anterioridad para no tener que levantarme a las tres de la madrugada el día del pavo. El reto surgió de sendas conversaciones que habíamos tenido la célebre Ana Alfaro y yo acerca de completar el proyecto juntas. Pero la vida fue pasando y Ana tenía su horario/calendario propio, el cual no siempre coincidía con el mío así es que me eché al agua sin ella. Quedó bueno, para qué mentirles. ¿Lo repetiría? No lo sé.

Lo que sí sé es que cada año en Acción de Gracias, cuando veo los cientos de pavos que otros preparan, decoran y degustan, recuerdo a mi amiga Anita, esa que fue como le dio la gana, que temprano se libró de los pelos en la lengua y que en más de una ocasión me despertó a medianoche para contarme algo que en el camino de marcar mi teléfono se le olvidó. No te olvido Ana, ni al turducken.