A través de los tiempos la soledad ha sido gravemente difamada. La gente habla de ella como si fuera el monstruo de la laguna negra y estar sola fuese lo más horrible que pudiese ocurrirle a una persona. Yo opino diferente. Para mi estar sola es un regalo, una bendición, algo que añoro y atesoro.

En este ‘mundanal ruido’ encontramos ratos para disfrutar aislados con nuestros pensamientos, pero son pocos y fugaces y, como ocurre en economía con la ley de oferta y demanda, es aquello más escaso lo que alcanza el precio más alto.

No niego que frecuentemente me he preguntado por qué la humanidad, en general, le teme tanto a la soledad. A veces concluyo que es porque no nos enseñan a conversar con el Yo interior, mucho menos a forjar una sólida amistad con él. Con el tiempo se va convirtiendo en un personaje esquivo y distante aunque la lógica indica que debería ser uno de nuestros mejores amigos.

Es cierto, también, que este personaje que cohabita el universo con nosotros puede, en ocasiones, convertirse en una molestia, algo así como una piedra en el zapato, pues con frecuencia nos recuerda cosas que preferiríamos olvidar. Se pone necio en muchos aspectos, no solo en los existenciales. Nos recuerda que comemos demasiado, que llevamos semanas sin calzarnos un par de zapatillas de ejercicio o que tenemos pendiente la cita con el dentista desde hace dos años. Esas son las banalidades.

Cuando amanece lleno de energías se aventura entre los vericuetos más recónditos del alma de su dueño y va con su canastita en la mano recogiendo remordimientos como quien busca moras en el bosque. Es luego de alguno de esos viajes que empezamos a cerrar puertas y ventanas herméticamente con la esperanza de que, si se ha colado, por lo menos no pueda salir y vaciar el contenido de su cesta frente a nosotros. No tiene como restregarnos en la cara aquellas cosas que preferimos no ver. Yo tengo siete millones de defectos, por no decir diez o veinte millones, pero a pesar de ellos, desde hace muchos años, más de los que recuerdo, he forjado una amistad inquebrantable con la soledad. No siempre me gusta lo que tiene que contarme, pero reconozco que casi siempre tiene razón.

Una vez que descubrimos la maravilla de compartir con nosotros mismos aprendemos que dichos momentos no siempre desembocan en una epifanía existencial. A veces son solo ratos agradables de paz y ponernos al día con lo que nos gusta. Estos quince días de aislamiento, que como les conté la semana pasada no son por Covid-19, fueron una especie de vacación maravillosa.

Cierto que para facilitarme la vida tuve que organizar muchas cosas con anticipación, pero lograda esa meta y cerrada la puerta de la habitación de donde salgo, casualmente, hoy, he pasado quince días estupendos. Reconozco que me ha hecho falta la tropa pues hablar por teléfono, -aunque sea por videollamada- nunca es lo mismo que tener a la gente cerca, pero funciona.

En el resto del tiempo, pues devoré cinco de los cuatrocientos libros que tenía en mi mesita de noche desde hace meses sin empezar, pensé (porque pensar es importante, aunque sea en las musarañas), recé, comí, por supuesto, dormí. Me faltó llorar, que también es bueno para organizar la vida, pero es que quince días son pocos para ponerse al día en todo.