Hay destrezas que se obtienen en la vida casi sin saberlo, ¿por casualidad, quizás? O por pura suerte. En muchos casos, uno ni sabe que las tiene. Solo sabe que ante distintos tipos de situaciones el cuerpo responde de una forma u otra. Siendo una más eficaz que la otra. Por supuesto, que con todos los avances de la ciencia y la cantidad de conocimientos de que se dispone hoy en día sobre la mente humana, muchos de estos misterios se han descifrado.
Yo, por mi parte, me desenvuelvo casi puramente por instinto. Sin confundir el “instinto educado” con aquel que nos hace parecernos más a los animales que a otros humanos. Llamo instinto educado a ese que nos ayuda en la toma de decisiones gracias a la percepción que logramos de la imagen completa de la situación que se nos presenta, sustentado por una mente clara capaz de controlar las reacciones.
Creo que hasta hace poco no tenía muy claro a qué se debía que yo pudiera actuar de esa forma y fue gracias a un documental que vi hace poco que de repente siento que se me develaron varias pistas. Estaba yo viendo “Call me Kate”, una interesante pieza sobre la vida de Katherine Hepburn, una mujer que fue mucho más que una excelente y galardonada artista de cine, y llegando casi al final le escucho decir “es importante tener experiencias antes de los quince años que te enseñen a no tener miedo”. Honestamente me pareció fascinante.
Y, en ese instante, se aclaró el misterio ese de porqué puedo, en situaciones de crisis, evitar todo tipo de histeria. Un rasgo de mi personalidad que no ha sido particularmente aplaudido pues suele confundirse con “frialdad de corazón”. “Es que tu no sientes” me han dicho a veces. Yo me quedo tan tranquila pues estoy consciente de que sí siento, de que no tengo un corazón de piedra, sencillamente, evaluando la dificultad considero que es más importante enfrentar el problema “sin miedo” que derretirme en un llanto o una histeria inútil.
Esta fortaleza se la debo enteramente a mis padres que nos expusieron –a mis hermanos y a mí– a trillones de situaciones en las que aprendimos a no tener miedo. En aquel momento no las analizaba como lo estoy haciendo ahora, pero es que algo tiene uno que aprender en sesenta y ocho años. De lo contrario la vida habría transcurrido en vano, pobre de lecciones.
El que haya descubierto que fueron esas vivencias que en su momento parecieron sencillas y casi banales como lanzarnos al agua desde una lancha anclada en Taboga con la instrucción “naden a la orilla” no eran otra cosa que pequeños momentos en los que enfrentábamos el miedo y lo vencíamos. Todo esto sin saberlo, pues nuestros padres lo hacían ver todo tan fácil que hasta podía parecer divertido. Poco a poco nos fueron haciendo valientes. Y entiéndase que valentía no es ausencia de miedo es saber enfrentarlo.
Mientras escribo esto me pregunto si habré sabido hacer con mis hijos lo mismo que mis padres hicieron conmigo. Me pregunto si les ofrecí suficientes experiencias que les ayudaran a no tener miedo.
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