Hay días en que uno amanece con ganas de pensar. No necesariamente sabe uno en qué quiere pensar pero, en mi caso, lo concluyo porque ando como en la luna. Voy haciendo cosas pero sin conectarme realmente con lo que estoy haciendo. Entonces saco un plato para poner unas tostadas y cuando salen las tostadas no me acuerdo dónde dejé el plato. Encuentro el plato cuando ya se enfriaron las tostadas. Ni hablar del celular al que tendré que pegarle uno de esos aparatitos que suenan cuando uno los llama porque es inútil saber en qué esquina quedó.

No tiene nada de malo esta situación porque pensar es bueno, pienso yo, siempre y cuando la pensadera no lo lleve a uno a situaciones límites de estrés. Conozco personas que cada vez que piensan por más de cinco minutos quedan al borde de una crisis de nervios. Empiezan solitos “que si le caigo mal al jefe nuevo, que si seguro me botan, que si no sé hacer más nada” y ahí se van.

Yo no suelo ser tan negativa porque no es mi personalidad pero sí me gusta adelantarme a los puentes como me dice mi marido. Es decir, si tengo un evento dentro de un mes, aunque sea una tontería no puedo evitar ponerlo en la agenda y dedicarle tiempo… de pensamiento.

A medida que pasan los años el tiempo que ocupo pensando en las metas existenciales se alarga comparado con el que uso para organizar la ruta diaria de mandados. Me he dado cuenta que hay un millón de cosas que uno anota en la lista que son totalmente innecesarias. Además del despiste total en que ando cuando estoy pensando, me ocurre que me vuelvo sorda -condición que también sufro cuando no puedo hablar, pero ese será un cuento para otro día- lo cual, por supuesto, afecta la comunicación.

Me digo constantemente necesito un balance, que no me puedo quedar todo el día en las nubes, pero cómo me gusta andar por esos lados. Lo disfruto tanto que hay días en que lo que quisiera es quedarme por allá.

Se podrán imaginar que eso no es conveniente porque aunque sea de vez en cuando en la casa hay que comer y lavar ropa y esas cosas básicas de la supervivencia. Y, miren, si a la delicia de pensar le sumo la tragedia del tráfico me podría quedar el resto de mi vida en la casa.

Gracias a Dios todavía me queda algo de sanidad mental y logro un balance bastante bueno entre pensar y operar. No sé por cuánto tiempo durará esta situación, pero mientras se pueda se hace.

Un pensamiento que me persigue siempre, o más bien una duda, es por cuántos años más mis pensamientos serán capaces de llegar intactos a estas páginas que comparto con ustedes. Espero que muchos ya que conversar con ustedes es una de mis actividades favoritas de la bolita del mundo amén.