Con frecuencia viajo a mi infancia y juventud, no porque soy de las que piensan que todo tiempo pasado fue mejor, sino porque hace mucho concluí que gran parte —sino todo— lo que he logrado en mi vida se debe a las vivencias de aquellos tiempos. La vida en mi casa era como un permanente campamento de Boy Scouts/Muchachas Guías. Allí había que hacer de todo y nada era opcional.
Esto les puede sonar a que teníamos unos padres perfectos, como los que viven ahora en Instagram y demás redes sociales, pero no era así. Teníamos papá y mamá, cada uno con sus fallas e imperfecciones, cada uno aprendiendo a su manera la profesión de criar muchachos, cada uno equivocándose muchas veces al día pues ninguno de sus siete muchachos llegó al mundo con manual, cada uno intentando sobrevivir varicelas y virus estomacales multitudinarios y otras aventuras.
Y releyendo el párrafo anterior entiendo que nuestra vida diaria era exactamente eso: una aventura. Una aventura gracias a la cual desde muy temprano estuvimos expuestos a tantas emociones como existen en los libros que explican la neurociencia. En la casa había grandes alegrías y grandes tristezas, valentías y cobardías, había humor (de todos los colores), sorpresas a granel, amor por los rincones y en todas las direcciones, empatía, empoderamiento y sensación de fracaso, ganas de aprender y aburrimiento, ojos abiertos para entender el mundo que nos rodeaba, libertad para explorarlo y restricciones para protegernos.
Ante una experiencia nueva y desconocida era muy posible que sintiéramos temor, pero rápidamente llegaba “el instructivo” que muy detalladamente nos explicaba lo que podíamos encontrar, cómo podíamos resolver cada obstáculo y cuáles herramientas debíamos usar para proceder. Muy importante, la entrega de herramientas era constante y no necesariamente vinculada a la aventura en el momento que esta surgía.
Quizás durante una cena mi papá nos explicaba qué debíamos hacer frente a una culebra y mi mamá era tan experta cambiando flats en la carretera que el día que alguno de nosotros sufrió aquel percance lo enfrentó como quien se pone una camisa limpia. Poco a poco fuimos aprendiendo de torniquetes, de supervivencia en la selva, de cambiar los tanques de gasolina de las lanchas en altamar con la lancha andando, de hacer salvavidas con los pantalones que llevábamos puestos, de llevar a alguien que se estaba ahogando a destino seguro, a inventar un ´cocinao´ con lo que hubiera en el refri, a fregar baños como aseadores de hotel de lujo, a controlar inundaciones domésticas, a disfrutar un buen baño en el río y otro montón de cosas más. Y todo esto con metidas de pata intercaladas, porque amigos, la vida no es perfecta y las familias tampoco.
Y sacando cuentas, no importa cuántas experiencias “malas” haya uno sufrido a lo largo de la existencia, cuando se hace un balance el cuadro luce de lo más bonito. Porque las emociones “negativas” bien manejadas fortalecen el músculo emocional, ese que nadie se acuerda que hay que trabajar. Por eso, agradezco enormemente la aventura que mis padres imperfectos me ofrecieron.
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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