Cuando era niña los domingos eran días de pasar en el mar. Era una religión levantarse temprano para untar mantequilla de maní y mermelada en muchas rebanadas de pan, cerrarlas y envolverlas en papel encerado pues ese invento de las bolsitas plásticas para emparedados no había sido creado, y si lo había sido, a este país de Panamá no había llegado.
La tabla de mareas era la biblia pues había que estar en el Club de Yates y Pesca a tiempo para que la lancha pudiera ser metida al mar y luego, al final del día, sacada y vuelta a poner en su garaje. A nosotros los niños nos parecía un plan genial, pero siempre me ha quedado la duda si para mi mamá era un sueño dorado embarcarse en aquella aventura con muchos pelaítos y, más de una vez, marejada.
El destino preferido era Taboga, y era preferido pues, aunque Taboguilla, tenía una playa mucho más linda de agua clarísima y arenas blancas, siempre existía la amenaza de “las tintoreras”, que en nuestra mente infantil eran las hembras de los tiburones y las culpables de que tuviéramos que salir del agua al instante al menor avistamiento. Así funcionaba la cosa, el chiquillerío jugando en la orilla, y mi papá en su puesto de vigía escrutando los alrededores. Al grito de tintorera corríamos a salir del agua.
Mientras escribo esto me pregunto si es que los escualos solo pasaban de visita y se retiraban puesto que en algún momento teníamos que nadar de vuelta a la lancha. Honestamente, no lo sé. Lo único que si puedo confirmarles es que un día la playa se llenó de cables y se ensució con aceite y en aquel pequeño paraíso brotó una fábrica de harina de pescado que difuminó sus “aromas” por toda el área y dio por terminadas para siempre nuestras excursiones a tan bello destino. Les confirmo también que yo jamás de los jamases vi una de esas dichosas tintoreras.
Como he dicho, muchas veces encontrábamos marejadas, pero buenos tiempos también tuvimos muchos y entre esos los más especiales eran aquellos en que nos escoltaban bellas especies como los bufeos, ajá, en aquellos días así le decía mi papá a esos inteligentes mamíferos saltarines que gustaban harto de nadar junto al bote. No sé si científicamente hablando eran delfines o reales bufeos (una variedad de delfín según mis someras investigaciones), pero eso en realidad no es importante, lo que cuenta es la leyenda que los acompaña.
Así decía mi papá, los bufeos son animales buenos y cuando hay naufragios rescatan a los náufragos. Nosotros atentísimos para entender cómo se daban estos rescates. El continuaba con su explicación detallando que estos mamíferos “empujaban” a los náufragos hasta la orilla, el único problema es que no sabían controlar su tremenda fuerza y a veces lastimaban a la persona que estaban tratando de rescatar golpeándola con su nariz. Es posible, no lo sé, nunca he querido investigar porque prefiero seguir disfrutando de esta bella leyenda. Aunque de adulta mucho me pregunto por cuántas millas podrían empujar al que naufragaba en alta mar.
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