No sé si a ustedes les ocurre lo mismo que a mí, pero los recuerdos de lo que servía de comer en casa de mi abuela me asaltan con frecuencia. Ahora de adulta repaso el menú y debo concluir que en realidad era muy sencillo e incluso con frecuencia era de “abrir y cerrar de latas”, pero hasta eso nos hechizaba.

De los almuerzos grandes y multitudinarios que ocurrían cada domingo me visita consistentemente el arroz con pollo, así nada más, arroz con pollo y tajaditas de plátano maduro, que eran más comunes que el plátano en tentación gracias a Dios, porque el segundo, aunque me gusta, no está en mi lista de favoritos en el universo “platanil”. Una ensalada sencilla, quizás, pero esto último no puedo aseverarlo categóricamente.

La mesa siempre finísima con toda la vajilla y cubertería desplegada para que, aunque fuese a la fuerza, aprendiéramos para qué sirve cada cuchara y cada tenedor. Los domingos la mesa principal estaba reservada exclusivamente para los adultos, que eran suficientes para ocuparla completa y los chicos quedábamos por otros lados, sin embargo, si el almuerzo era en día de semana, ahí si cabía la posibilidad de que nos dejaran acompañar a los abuelos en su ceremonia, que no era poca cosa.

Volviendo a los domingos, si bien la comida principal era, como ya he dicho, ´sencillona´ por la cantidad de gente que debía alimentarse, la picadera me parecía que duraba mucho y me imagino que sería porque había que tener a los presentes entretenidos mientras llegaba todo el mundo. Y en las nieblas de mi memoria infantil me parece que había espacio entre el arribo de una familia y otra.

Y así como fina era la mesa, antes de comer matábamos porque la abuela abriera alguna de las latas de ´chiwis´ que mantenía bajo llave en un closet en el cuarto del tío soltero y que también necesitaban una llave para abrirse y que, por sus características, deben haber sido Cheetos. Palitos de maíz con queso crujientes y deliciosísimos. Luego de seguro llegaba una bandejita cuadrada de cristal con bordes y detalles en dorado —que aún conservo entre mis chécheres adorados— con sardinas Chica-Pica acompañadas por galletas Ritz. Este matrimonio era inviolable, así como lo era el del jamón del diablo con las galletas Saltine que venían en una lata rectangular alta con su tapa de color como celestito o más bien aguamarina. ¿Se imaginan? Con el ‘fo’ que le hacen hoy en día al jamón del diablo.

Las estrellas del día eran siempre las empanaditas hechas en casa, pequeñitas de masa de harina y fritas. Estas llegaban hirviendo y al lado una azucarera porque así se comían, rociadas con azúcar, nada de kétchup y esos inventos posteriores que compiten a muerte con la delicadeza de las protagonistas. ¡Uf! Inexorablemente se quemaba uno la lengua cuando llegaba al relleno de carne molida, siempre abundante. Uy, pero si era un domingo especial entonces nos premiaban con esos enrolladitos maravillosos de Repostería Aida, que uno no sabe exactamente qué son pues por el sabor serían italianos con su relleno de salsa de tomate y su quesito rallado encima, pero en realidad son una especie de crepa cortada en bocaditos perfectos que cada vez parece que se derriten en la boca. Perdonen, los dejo, voy por jamón del diablo.