No hay día ni época del año en que yo no quiera comerme un tamal. Eso sí, no admiro cualquier tamal pues desafortunadamente para mí, y creo que para el resto de mi familia inmediata, Mama Chenta se encargó de que nuestro paladar admitiera solo lo mejor. Lo mejor en ingredientes, lo mejor en el amor que se pone al preparar cada guiso y, por supuesto, lo mejor a la hora de armarlo.

Siendo yo niña, un tamal era una comida completa, razón por la cual su tamaño era considerablemente más grande que lo que encontramos hoy en día en el medio. Comprendo la razón para el encogimiento: todo está mucho más caro, y para poder venderlos a un precio razonable, pues hay que hacerlos más pequeños. Otra razón por la que antes eran más grandes es que envuelta en la deliciosa masa y acompañada por la ciruela pasa, la aceituna, el pedacito de puerco y la cebolla refrita había una presa.

Ajá, una presa de pollo que, si era pequeña estaba entera, y de lo contrario, encontrábamos una porción. Eso requería que toreáramos no solo la semilla de la aceituna sino también los huesos del pollo.

Todo eso es diferente hoy en día pues, para complacer a los vagos, los tamales no requieren ya de tanto trabajo. El pollo ahora se entrega deshilachado y la aceituna sin semilla. Todo es más fácil. Hacerlos es otra historia pero no entraré en ese berenjenal hoy pues, considerando que en mi casa ya se hicieron, ahora quiero contarles sobre lo que viene al momento de comerse un tamal, que para mí es todo un arte, una experiencia sublime, un viaje al cielo, no sé, llámenlo como quieran, pero entiendan que pocas cosas le llegan al tobillo en placer causado.

Caliéntelo como prefiera, aunque mi método favorito es poner a hervir agua con un poquito de sal y, cuando está hirviendo a borbotones, echar el tamal. Me gustan hirviendo, así es que no me apresuro en sacarlo aunque se me esté haciendo la boca agua durante todo el tiempo que revolotea en la olla y la impaciencia se apodere de mí. Hay quienes prefieren calentarlos al vapor y otros en el microondas. Yo me quedo con el método tradicional.

Antes lo sacaba de la olla con un tenedor que enganchaba en cualquiera de los hilos, pero ahora uso una pinza de cocina. No me apresuro a ponerlo en el plato sino que lo sostengo sobre la olla unos largos minutos para que salga toda el agua que se escurrió entre los pliegues de las hojas durante el proceso. Toma tiempo. Toma tiempo. De allí al plato y a cortar hilos. Suelo sacar la hoja de bijao, ¡zas! Y dejar solo el paquetito en la hoja de tallo que voy abriendo con cuidadito hasta que se revela humeante el delicioso tamal.

Comerlo es también un arte y la forma como se haga dependerá de los gustos de cada quien. Como a mí lo que más me gusta es la masa, empiezo por el centro para que me queden las esquinas para el final. Y, por supuesto, que esperamos con ansia que aparezcan las sorpresas (ciruela y aceitunas) que nunca se sabe dónde han quedado. Pero déjenme decirles que ese pedacito que se muestra negrito por el dulce de la ciruela es especial. Y así voy, deliberando con cada bocado si la porción será suficiente para satisfacer mi hambre de tamal o si deberé empezar todo el proceso de nuevo. ¡Cada día es diferente! ¡Todos son deliciosos!