Durante casi toda mi vida he pensado que soy una persona normalita. No tengo capacidad alguna para el canto. En realidad, canto muy mal, pero soy buena para el baile. Dice mi mamá que porque para la primera se necesita oído y para la segunda ritmo, o algo así. Dibujo fatal, pero domino bastante bien la ortografía, a veces incluso hasta el punto de la insoportabilidad. Eso se lo debo a las monjas de Las Esclavas y supongo yo que a todos los “paquines” que leí de niña. Ya sé, la palabra correcta es pasquines, pero ya a estas alturas no me pidan que la cambie. Me gusta hacer las cosas bien, pero no me llevo bien con la perfección.
Suelo orientarme bastante bien en los lugares, mucho mejor cuando soy yo quien maneja, y me defiendo trazando rutas de aquí para allá utilizando el transporte público en latitudes distintas a las de mi país. Reconozco que no domino en el nivel 10 las capacidades de cálculo de Excel, pero si me dejan sola con el programa puedo resolver un millón de asuntos de la vida diaria, como organizar menús, hacer listas, planear viajes con horarios de trenes, buses y aviones y, por supuesto, los ajuares que usaré para sobrevivir tres semanas con dos pantalones, una falda y seis camisas.
Me gusta desenrollar la vida como un ovillo de lana, halando lentamente a ver qué viene después, porque siempre hay algo más allá. Y es precisamente en ese halar que se me van ocurriendo cosas. No sé si será normal todo lo que pienso mientras voy descubriendo o inventándome el futuro, pero seguro es divertido. Por ejemplo, para ese futuro incierto casi siempre viajo precavida con una cartera de muchacha guía. Allí, entre la billetera, el llavero y las medicinas para la migraña, suele aparecer una cinta de medir de esas suavecitas de tela, un par de alfileres grandes y un par de alfileres chicos, kleenex, pañuelos húmedos (porque ando con nietos que siempre se embarran con algo), una agenda que jamás miro (para citas) pero que me sirve para resumir eventos, y una libretita por si el espacio de la agenda no alcanza para el cuento.
Y así voy llegando a los cuentos. A esos que me voy inventando mientras manejo en un gran tranque -que es una ocurrencia frecuente en la ciudad de Panamá- y que pueden incluir cualquier tema o personaje. Muchas veces hago viajecitos al pasado que, luego de terminados, comparto con ustedes porque me he divertido tanto en ellos que me cuesta dejarlos ir; otras resuelvo qué hacer con algo que vi abandonado en mi nevera antes de salir o, en muchas ocasiones, planeo aventuras para compartir con mis nietos. Como soy generosa -o embarcadora, no sé- suelo incluir a mi marido en las aventuras. No sería justo que se perdiera de ellas.
Por supuesto que él se burla de mí porque dice que, para un paseíto a la vuelta de la esquina, yo empaco como si nos fuéramos a vivir al polo norte; pero con niños y el clima de Panamá nunca se sabe, así es que conviene llevar pelotas, hula hoops, globos para llenar con agua, frascos de jabón para hacer burbujas con sus respectivas argollas, toallas para resolver el estropicio y un cambio de ropa para los empapados, y cuentos, para que los nietos aprendan también a viajar a lugares mágicos que se encuentran a la vuelta de la esquina.
Y así me paso la vida de ocurrencia en ocurrencia, hablando más alto de la cuenta para que nadie se pierda detalle y mi tropa recuerde dentro de unos años a la abuela que le enseñó a ensuciarse.