En diciembre de 1995 escribí el primer texto para esta columna. Lo hice en la computadora “rústica” que tenía en mi oficina del Aeropuerto de Tocumen. En aquel pequeño hueco en la pared llevaba ya seis años preguntándome ‘¿Qué hago aquí?’ Una cadena de circunstancias, un poco como el tornado que sacó a Dorothy de su hogar en Kansas y la dejó botada en el camino amarillo hacia Oz me tenía administrando una tienda en la Zonita Libre. Yo no tenía esperanzas de llegar a la Ciudad Esmeralda y mucho menos de conocer a ningún mago —pero esa es otra historia— y honestamente, como nunca he tenido alma de comerciante manejar aquel negocio rayaba más en pesadilla que en sueño.
Pero un día cualquiera el diario La Prensa me abrió una rendija por la que me colé. Una vez dentro se fueron abriendo otras puertas y yo, relativamente infeliz como era en el mencionado trabajo, no dejé ninguna sin investigar. Cierto es que, aparte del “sobretiempo” que laboraba en el aeropuerto, pues el negocio abría 24 horas 363 días del año y yo rondaba por aquel universo tres cuartas partes del tiempo, tuve que añadir minutos por aquí y por allá para completar las columnas. Escribirlas me hacía tan, pero tan feliz, que ni cuenta me daba de que el tiempo transcurría.
A modo de recorderis, no había Internet. El medio más transportable eran los pequeños discos cuadrados en los que cabía una cantidad limitada de información. Mucho más que en sus predecesores los floppys, pero nada del otro mundo. No había Corredor Sur, así es que el viaje al aeropuerto era por la Vía Domingo Díaz con sus entradas, salidas, accidentes y tranques. A todo se acostumbra uno y gracias a estos obstáculos yo conocí todas las rutas posibles para acortar camino. La únicas guías para escoger una de ellas eran la radio o una fila que se avistaba desde lejos o sencillamente la tripa que decía hoy métete por Juan Díaz o corta camino por Santa Clara o vete hasta Monte Oscuro. Turismo interno.
Una vez que yo viajaba hasta el aeropuerto no regresaba a la ciudad a menos que me llamara una “urgencia notoria”. Como saben, aunque uno trabaje quince horas al día hay que almorzar, tomarse un café o una merienda, como para dejar que se refresque la silla, y eran esos momentos los que aprovechaba para escribir los artículos que luego de terminados imprimía y acumulaba pues los equipos de La Prensa no eran compatibles con las computadoras de los cristianos comunes así es que alguien debía levantarlos allá para su impresión. Trataba, pues, de acumular entre ocho y diez antes de desviarme de mi ruta diaria para ir a dejarlos al periódico. Cuando las PC llegaron al departamento de Suplementos empezamos a ahorrar papel y el material lo llevaba en diskettes.
Como suele ocurrir con muchas de las etapas que vivimos, esta también llegó a su fin luego de once años. En ese tiempo también habían llegado la Internet y otras comodidades por lo que solo gastaba gasolina para pasar por La Prensa cuando me moría de ganas de ver al equipo de Suplementos al que amaba y aun amo. Más tarde cuando A la mesa entró en el panorama las visitas se hicieron más frecuentes, siempre bienvenidas.
La mecánica actual es que tengo hasta el jueves anterior al viernes de publicación para enviar mi artículo. A veces lo mando antes, pero casi siempre empiezo los jueves escribiendo para ustedes. Es un rato que espero con ilusión en un día que no es ni de aquí ni de allá. Porque el Diario es eso: un momento especial en mi vida.