Cuando mis hijos estaban chicos solíamos viajar con cierta frecuencia al interior. Los viajes eran largos, tediosos e incómodos y los viajeros se impacientaban rápido. Recuerden que no fue hasta hace poco que la carretera interamericana tuvo doble vía en ambas direcciones. En aquellos días si te tocaba un camión, o un lento por delante tenías que añadirle muchos minutos al viaje porque había pocos lugares donde rebasar y casi siempre allí se apostaban los policías de tránsito para buscar la forma de ponerte una boleta, aunque no hubieras infringido ley alguna. Eso todavía lo hacen, pero de eso hablamos otro día.
Tratábamos siempre de inventarnos juegos en el camino para que no se desesperaran, que si localizar “ponchos” aka autos Volkswagen Beetle o palos de mango o letreros de algún producto de moda o lo que fuera. En los tiempos en que viajábamos con mi mamá nos pagaba diez centavos si adivinábamos qué pueblo venía después del que acabábamos de dejar. O sea, clase de geografía intercalada.
El caso es que por más creativos que nos pusiéramos y por más paradas “técnicas” que hiciéramos para desaguar o contentar el estómago siempre llegaba la hora de los “¿cuándo vamos a llegar?”. Y créanme que eso no duraba una hora, duraba varias porque cuando uno de los chiquillos terminaba con su cantaleta, empezaba otro. Como nosotros íbamos igualmente desesperados ante la insistente pregunta la respuesta se limitaba a un “cuando lleguemos”.
Bueno, este cuento ha salido a relucir porque en media pandemia mi esposo finalmente decidió hacer realidad un sueño que lleva treinta años acariciando y este es reemplazar su ranchito de quincha por una casa en regla para su finca. El pensó que como en pandemia había muchos constructores con proyectos detenidos le sería fácil completar su plan. Desafortunadamente, el planeta tierra enterito estaba detenido y se le hizo harto complicado conseguir los materiales que se requerían.
Y, bueno, fue pasando el tiempo y fueron surgiendo inconvenientes por aquí y por allá. Además, el hombre es detallista y no acepta ni un interruptor de luz ni un enchufe que esté torcido (que suelen ser muchos porque parece que los instaladores se han peleado de por vida con el nivel) y yo soy igual de maniática con las chapas torcidas, así es que en esta casa no hay quien cierre la puerta. Desde hace meses todo el mundo pregunta cuándo terminan la casa. La dichosa casa. Al principio contestábamos… no sé… dentro de un mes, dentro de quince días, la otra semana.
Pero llegó el momento de la verdad y hubo que cambiar la respuesta por aquella que es prima hermana de “cuando lleguemos” una rápida y fácil “cuando terminemos”. Y qué les puedo decir, llevamos ya un ratito en “cuando terminemos”, pero se me ocurre que uno de estos días sin que nos demos cuenta la casa amanecerá terminada. Aunque eso significa que “hay” que empezar a desempolvar los checheritos que hemos ido acumulando por años “para la finca”. Y se me olvida que “hay” soy yo y que hay días en que no recuerdo ni que pantalón llevo puesto, imagínense si me acordaré dónde tengo aquel garrafón de leche bañado en cobre, o algo así, que iba a poner en la entrada para meter los paraguas. Ya veremos.
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