¿Cómo se define un buen jefe? He ahí el dilema. ¿Es el que te consiente, el que te trata como si fueras invisible, el que te oprime, el que te lo perdona todo, el que te educa?
En mi libro es como los buenos profesores: enseña bien, te da herramientas y te exige que produzcas tanto como él te ha entregado, que generalmente es mucho.Tener un buen jefe debería ser el sueño de todo joven profesional. Nada se compara con aprender a hacer las cosas bien y temprano en la vida. Aunque pases muchas horas con ganas de llorar.
Yo fui muy afortunada en ese sentido pues, muy joven, mi papá me empujó a entrar en el mundo laboral para que llenara las horas que me quedaban disponibles al terminar las clases en la universidad.
Yo no estaba muy segura, pero en los años setenta si tu padre daba una “orden” uno la cumplía. Y fue así como un lunes cualquiera amanecí sentada frente a un escritorio en un banco. Estaba aterrada, pero dispuesta a aprender lo que me quisieran enseñar. Y mi jefa, que era una mujer con muchas ansias de superación, estaba lista para compartir conmigo todos sus conocimientos.
Algún día le pregunté por qué delegaba en mí muchas de sus funciones importantes y delicadas y me contestó: “muy sencillo, yo no quiero hacer esto para el resto de mi vida. Quiero aprender y asumir mayores retos y en la medida que tú te ocupes de lo que yo hago eficientemente, así podré yo tener tiempo y energías para perseguir ese sueño”.
Fue probablemente la lección más importante que me heredó en los años que fui su subalterna. Si uno quiere ascender en el mundo profesional tiene que dejar de lado el temor a la competencia, las envidias y el ego. Son malos consejeros.
Ella era exigente y sus superiores más todavía, así es que cada trabajo que uno entregaba debía estar “perfecto”. Y en aquellos años, en que nuestras herramientas de trabajo eran la máquina de escribir y la sumadora, producir una carta con cuatro copias a carbón o un informe para la casa matriz con iguales características, sin error visible alguno, podía compararse con subir el Everest. Por lo menos para mí que nunca me he destacado como mecanógrafa.
Pero era lo que había que hacer y se hacía. Han transcurrido más de 40 años desde aquel lunes, pero no pasa uno sin que yo recuerde y agradezca aquellas lecciones. Los días eran largos porque yo era lenta (chambona realmente), pero la jefa me tenía paciencia porque sabía que no me importaba sacrificar horas de almuerzo, o que nuestra oficina tuviera las luces encendidas hasta que el sol se fuera a dormir, con tal de entregar un trabajo a la altura de sus expectativas.
Otra de sus grandes virtudes, que más adelante encontré en otras personas que dirigieron mi trabajo, era que me explicaba, muy claramente y en detalle, exactamente lo que quería y para cuándo lo quería.
Me mal acostumbré y cuando tuve jefes malísimos que nunca lograban comunicar cómo querían las asignaciones que me entregaban, aprecié aun más esta cualidad.
Hace más de veinte años que el único subalterno que tengo soy yo misma y me pregunto si seré una buena jefa.