Uno de los primeros artículos que escribí para esta columna fue publicado el 29 de mayo de 1996 y se titulaba “Que sueñen con los angelitos”. Describía la forma en que mi papá cada noche nos contaba sus aventuras de pescas, cacerías y otras eventualidades cuando nos íbamos a dormir.

Se podrán imaginar que muchas de estas historias incluían “encuentros cercanos” con toda clase de animales poco amistosos, tormentas que hundían las naves en que surcaban el mar, extravíos en la selva y otra serie de contratiempos, que en todas las ocasiones estos McGyvers de mediados del siglo XX, lograban resolver exitosamente. Obvio… si uno de los protagonistas estaba de cuerpo presente repitiendo la historia.

La ironía del asunto es que luego de internarnos en estos destinos inhóspitos cerraba su intervención con un “que sueñen con los angelitos”. Bueno, no recuerdo yo con quién o qué soñaba ni si se me aparecían culebras venenosísimas mientras dormía, el caso es que mis hermanos y yo, todos podemos repetir a pie juntillas cada una de estas aventuras.

Traigo esto a colación porque “sin querer queriendo” he adoptado un método similar para poner a mis nietos a dormir. En realidad, lo hago de forma idéntica solo que, por ahora, relato mis propias aventuras de la niñez, que no fueron pocas pues éramos una familia de camioneta llena y padres listos para cruzar el puente en cualquier oportunidad.

Es posible que los “gringuitos” se hayan beneficiado un poco más porque cuando los visitamos nos quedamos en su casa por varias semanas así es que podemos apoderarnos de “la hora de dormir”. Pero el caso es que aquí o allá, si bien les leo algún libro que ellos escojan, trato siempre de incluirles alguna historia familiar.

Eso sí, los cuentos llegan con toda clase de aspavientos, morisquetas y demás destrezas teatrales para que de verdad cale en la memoria de los chiquillos, de otra forma se los lleva el viento y esa no es la idea. Como no tienen nombre propiamente dicho, los nietos han empezado a bautizarlos en base al evento al que me refiero. Entonces tenemos el de los “Ugly Birds” (que eran murciélagos) o el del ratón que me acechó una noche en el cuarto de un motel en camino a San Francisco, California o el del toro bravo que resultó no ser tan bravo nada… y, así pues.

Les comento que además de entretener a los chiquillos yo también me pego la gran divertida rememorando aquellas cosas que me hacían feliz en la infancia y juventud. Es más, ocurre que en la mayoría de los casos se aparece ante mis ojos alguna imagen temporalmente olvidada que logro integrar a la narración sin que me regañen mucho, porque una vez que se aprenden el cuento ¡qué lío! no puedo cambiarle ni un punto ni una coma porque me dicen que “así no es”. Gajes del oficio.

El problema real surge cuando me piden una historia que solo les he contado una vez y que se ha perdido en los vericuetos de mi cerebro. Me las veo de todos colores para encontrarla y repetirla. Más gajes del oficio.