Yo crecí en un mundo en el que todo duraba cien años. No literalmente, pero casi, casi. Cuando la familia lograba ahorrar para comprarse una máquina de lavar -y migrar paulatinamente de la tina, las restregadas y las asoleadas, al lavado en un dos por tres- lo hacía con el conocimiento certero de que ese aparato duraría lo suficiente como para que se pusiera en el testamento.
No había electrodoméstico que tuviera menos de 25 años en una casa. Es más, los de 25 eran los jovencitos. Ustedes me dirán que las viejas tecnologías eran más gastadoras de electricidad y demás, y seguramente es cierto, pero el ahorro venía por el lado de jamás necesitar un técnico que cobrara solo por venirnos a ver la cara y diagnosticar que la lavadora nuevecita de solo seis o siete años requería una reparación de 600 dólares.
Diagnóstico este que trae como consecuencia una búsqueda frenética de la factura original para confirmar que comprarla había costado menos que eso y que antes de invertir en pieza y mano de obra conviene más adquirir una nueva. ¿Cómo así nueva, si la que se ha dañado está nueva? No señores, no en el nuevo universo de los aparatos desechables.
En este, cualquier cosa que dure más de cinco años se considera una maravilla, y así se lo dicen a uno los técnicos. “Uy, señora, pero tiene suerte, porque normalmente a los dos, tres años se dañan”. Yo me infarto. No sé si de la rabia, por la desilusión de las cosas mal hechas o sencillamente porque me duele el bolsillo, el caso es que estas visitas ahuyentan la felicidad de mi alma.
Yendo un poquito más allá, vemos que no solo los aparatos son desechables. Los colaboradores de una empresa -porque ay de que uno les llame empleados- se consideran buenos hasta mucho antes de la edad oficial de jubilación.
Y no importa cuántos años ni cuántas noches hayan dejado en la empresa, si han llegado a los 50 ya son ancianos y les parece que solo sirven para calentar silla, lo cual, por supuesto, es totalmente falso, pero como el gerente tiene 27, es imposible convencerlo de que alguien de 50 es todavía joven.
Lo que no logro entender es cómo es que estos muchachitos que encuentran que algo de más de dos años es viejo -llámese un teléfono celular, una televisión, un aire acondicionado- se venden como los mayores defensores del medio ambiente.
Van los domingos a recoger basura en las playas, son veganos porque comerse un animal es pecado y mil cosas más, pero botan aparatos cada seis meses sin ningún asco y, por supuesto, sin preguntarse adónde van a parar. Yo sé que algunos se los llevará el camioncito de “la lavadora vieja, se le compra… estufa, los aires acondicionados, se le compra”, pero nunca le he preguntado al “se le compra” qué hace con esa chatarra.
Dentro del universo duradero, antes… mucho antes, se incluían las viviendas. ¡Ajá! Casas, apartamentos, en fin, viviendas. Ya no. Porque ahora resulta que los constructores son más promotores que ingenieros (orgullosos de su trabajo) y lo que les interesa es ganar más dinero.
Entonces, se encuentra uno que en los edificios los desagües están llenos de caliche o no llegan a ningún lado; las paredes y losas son de papelillo y se rajan y/o tienen filtraciones desde el día uno; los pisos se levantan, y cada día amanece uno preguntándose si la vivienda “para el resto de la vida” durará solo lo que dura una lavadora. ¡Qué susto!